El arte, a través de sus diferentes manifestaciones, se encuentra ligado al poder desde la existencia de las primeras civilizaciones hasta la actualidad, debido a que es uno de los vehículos idóneos para alcanzar el fin propagandístico de una serie de creencias, ideas, tendencias y sistemas políticos.
De sobra es conocido que el siglo XVII fue una de las centurias más dramáticas que ha vivido nuestro país: crisis económicas, epidemias, enfrentamientos bélicos en el panorama europeo, revueltas dentro de las propias fronteras… pero ante tanta oscuridad, “se hizo la luz” en el ámbito cultural, desde la pintura hasta la literatura, pasando por la escultura, la arquitectura, el teatro y la poesía, gracias a las obras y propuestas de artistas como Cervantes, Zurbarán, Martínez Montañés, Lope de Vega, Murillo, Calderón, Velázquez…
Velázquez y Felipe IV, la representación del poder real a través del arte
Velázquez se convertirá en uno de los grandes creadores de la historia debido a la auténtica revolución que constituyeron sus pinturas, en las que la captación de la realidad y la representación de la psicología de los personajes aparecen plasmadas de manera magistral en los lienzos del sevillano.
Velázquez es el responsable de que cada vez que pensemos en Felipe IV, el penúltimo de los Austrias que reinó en España, nos venga a la cabeza la imagen de un caballero rubicundo, con buen porte, labios carnosos y mirada melancólica.
Hay que señalar que antes de la llegada del sevillano a la Corte (1623), ya existían dos retratos del rey realizados por Rodrigo de Villandrando y Bartolomé González, e incluso más adelante, Juan Bautista Maíno y el archiconocido Pedro Pablo Rubens, también retratarían a Felipe, pero únicamente Velázquez consiguió expresar a través del pincel los verdaderos sentimientos del monarca a lo largo de su vida, desde su llegada al trono con tan sólo dieciocho años, hasta el fin de sus días.
El que un pintor plasmara de un modo tan verista las etapas de la vida de una persona, y que un monarca aprobara este tipo de representaciones, denota la especial relación mantenida por Felipe IV y Velázquez, que gracias a su excelente trabajo y a la complicidad con el soberano, no fue solamente “pintor del rey”, si no que acabó desempeñando importantes cargos en la Corte, como los de Ujier de Cámara y Aposentador Mayor de Palacio.
A través de más de una decena de lienzos (algunos desaparecidos en el fatídico incendio que asoló el Alcázar madrileño en la Nochebuena de 1734) en la actualidad custodiados en las mejores pinacotecas del mundo, podemos apreciar la existencia vital del monarca, desde un joven vigoroso, de ávida y penetrante mirada, pasando por un caballero maduro, apesadumbrado por los problemas de la nación, hasta llegar a un anciano envejecido, que sin llegar a resultar patético, se capta su amargura final, y paralelamente, asistimos a la evolución de la obra de Velázquez, desde lo aprendido en el taller sevillano de Francisco Pacheco y su propio interés en los retratos psicológicos, enfatizando la representación de la mirada de los personajes; su primer viaje a Italia, del que regresó en 1631 impregnado de las tendencias pictóricas que allí se daban cita.
Como la importancia de la que gozaba el colorido en la zona veneciana, las temáticas y los mundos de los pintores de la vida popular, los desnudos cultivados en Bolonia, el dibujo y la pincelada de la escuela romana, derivaron en una pintura velazqueña más fluida, ligera y suelta, con rostros más precisos y modelados; hasta la llegada en 1651 del segundo viaje que realizó el artista de nuevo a Italia, del que tornó ya con un estilo puramente avanzado y muy personal, como se aprecia en las célebres obras La Familia de Felipe IV o La Fábula de Aracne, lienzos en los que las texturas y formas son creadas con la aplicación del color y la luz por medio de pinceladas sueltas, deuda de la producción de Tiziano.

Autor: Ester Prieto Ustio para revistadehistoria.es
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