El Imperio Macedónico había alcanzado su máxima extensión durante el reinado de Alexandro Magno, ocupando un territorio que abarcaba desde los Balcanes hasta la India. Pero tras su muerte en el 323 AC comenzó una guerra entre sus generales que llevó a la división en tres Estados: Macedonia para los descendientes de Antígono, Asia Menor para la dinastía selyúcida y Egipto para los Ptolomeos. Durante las Guerras Púnicas, el rey Filipo V de Macedonia concretó una alianza con Aníbal, pero la intervención romana en Grecia –Primera Guerra Macedónica- hizo que ésta fuera poco más que un apoyo moral.
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La Conquista romana de Macedonia y Grecia
Aislada Macedonia, se procedió a declararle la guerra. En primer lugar el Senado le exigió a Filipo la salida completa de Grecia. Este accedió en parte, pero solicitó conservar algunas ciudades en Tesalia, Eubea y la costa de Acaya (Peloponeso). Roma no aceptó y se declaró la Segunda Guerra Macedónica.
La campaña fue relativamente rápida. El cónsul Tito Quinto Flaminio derrotó a las Falanges macedónicas en la Batalla de Cinoscéfalos (197 AC) y su aliado el rey Atalo de Pérgamo hizo lo mismo en Asia Menor, poniendo fin al conflicto. Los romanos permitieron a Filipo V conservar su trono y no invadieron el territorio macedónico. Conocían muy poco de su cultura y organización para creerse capaces de gobernarlo, además de que hubieran tenido que enfrentar la tenaz resistencia de sus nuevos súbditos. Sin embargo la Paz de Tempe (196 AC) obligaba a Macedonia a renunciar a todas sus posesiones en Asia y Europa, reducir drásticamente su potencial militar y pagar una fuerte indemnización de guerra.
En los Juegos Itsmícos de Corinto, en el 196 AC, Flaminio realizó el discurso de apertura, pero tras la fórmula tradicional expresó:
“el Senado romano y el general vencedor declara que, sometida ya Macedonia, todas las ciudades griegas dominadas antes por el rey Filipo quedan en absoluta libertad y exentas de toda imposición y subordinación de cualquier potencia exterior”.
La alegría de los griegos fue tal, que pidieron al heraldo que repitiera las palabras para asegurarse que hubieran escuchado correctamente. El historiador romano Tito Livio dice que el griterío del pueblo amante de la libertad fue tan estruendoso, que las aves que sobrevolaban el estadio cayeron aturdidas al suelo.
Mientras tanto, en los Balcanes, el rey Filipo no aceptó pasivamente la nueva situación. Ante la falta de respuestas a sus pedidos ante el Senado romano, comenzó una conspiración secreta que no llegó a concretar por su muerte en 179 AC. Lo sucedió su hijo Perseo, que se propuso fortalecer las Falanges macedónicas y concretó una alianza con ciudades griegas y bitinas, así como con los selyúcidas.