Bocanegra no había huido por cobardía, sino porque su vieja astucia marinera le reveló dónde estaba la debilidad inglesa. En la escaramuza advirtió que los barcos ingleses se movían con gran lentitud, incluso más de la que era normal para las carracas. Ello indudablemente era debido a que el gran calado de las embarcaciones rozaba con el lecho marino, poco profundo en aguas costeras. Esto había ocurrido con la marea alta, por lo que el almirante comprendió que cuando la marea bajase los barcos ingleses quedarían encallados sin poder moverse.

Al día siguiente la armada castellana regresó al lugar y, efectivamente, se encontró a los ingleses varados en la costa. Con sus enemigos a su merced, Bocanegra pudo desarrollar sin mayores problemas la estrategia que había diseñado. Antes de levar anclas el genovés ordenó que los brulotes, unas embarcaciones de pequeño tamaño, fueran llenados de aceite y sebo y que luego fuesen remolcados por las galeras hasta el lugar de la batalla. Una vez allí los marinos les prendieron fuego y los arrojaron contra sus adversarios, que no pudieron hacer nada para evitar el impacto. Como curiosidad comentar que las fuentes indican que La Rochelle fue la primera batalla naval en la que está documentada el uso de la artillería. Concretamente se cree que los barcos de Bocanegra estaban equipados con bombardas, rudimentarios cañones portátiles que sembraron el pánico. Entre los brulotes y la artillería la armada inglesa fue destruida hasta el último barco. En un gesto caballeroso Bocanegra decidió ignorar la tradición de asesinar a los supervivientes y perdonó la vida a sus prisioneros, calculados en unos ocho mil cuatrocientos incluyendo al conde de Pembroke.
Autor: Jorge Hijosa Nieto para revistadehistoria.es