Primero fue un bastión que defendía una de las puertas de París, después se convirtió en Cámara del Tesoro, más tarde en la prisión donde se enviaba a conspiradores, falsificadores de moneda, espías, criminales, duelistas, desertores, libertinos, vástagos calaveras de la nobleza…
La Bastilla, una prisión legendaria
Se calcula que desde fines de la Edad Media hasta su demolición fueron huéspedes del Estado entre aquellos cuatro muros cerca de seis mil personas. La más conocida, Voltaire, creó el adjetivo embastillé. El célebre philosophe -un personaje muy incómodo para las autoridades francesas- estuvo en la prisión dos veces, por ofensas contra el Estado primero y por un caso de duelo posteriormente.
En el siglo XVII ya era un edificio que impactaba a quienes visitaban París. Los datos hablan por sí solos: sesenta y seis metros de largo por treinta de ancho, ocho torres de once metros de diámetro y muros de dos de grosor. Cada torre tenía un nombre. Una se llamaba Torre de la Libertad. ¿Una ironía? No: las personas encerradas en sus celdas tenían el privilegio de poder pasearse a su antojo por el patio y la parte superior de las torres. Porque no todos los presos recibían el mismo trato.
Era frecuente encontrar en las celdas de La Bastilla hombres de finanzas que habían robado al Estado más de lo tolerado, pero también supuestas brujas, periodistas (la censura era muy rigurosa), sodomitas, locos, personas que se habían mostrado indecorosas hacia la Corte… También pasaban cortas temporadas en La Bastilla jóvenes de vida disoluta mandados allí por sus propios padres, nobles y aristócratas que habían agotado su paciencia con ellos.
Según la gravedad del delito cometido y el estatus social del preso, existían diversos regímenes de detención en La Bastilla. Los nobles, naturalmente, no eran tratados del mismo modo que los prisioneros del pueblo llano. Algunos comían en la misma mesa que el gobernador (pero no con él, sino los mismos platos que él); a otros se les permitía salir de la fortaleza para visitar a un familiar e incluso para tomar las aguas y cuidar de un reumatismo que una larga estancia en la celda había agravado.
Aunque solo una minoría podía beneficiarse de estos privilegios, todos los condenados podían escribir, leer volúmenes de la biblioteca, recibir correspondencia, ropa y provisiones. Quienes podían costeárselo, se hacían traer vino. Y quienes tenían un instrumento musical, podían tocarlo. A algunos internos se les permitía incluso tener compañía en la celda, un criado e incluso su mujer.
Visto desde los círculos del poder, ser encerrado en La Bastilla era considerado como un favor. Ciertamente, tanto ésta como las otras prisiones del Estado ofrecían más seguridad que el resto de prisiones esparcidas por el reino, donde se encerraba a lo peor de la delincuencia y de la marginalidad y las condiciones de privación de libertad eran inhumanas por múltiples razones: hacinamiento, suciedad, maltratos, peleas, mala alimentación…
Las celdas eran espaciosas y tenían altas y grandes chimeneas. Por si a alguien se le ocurría intentar escapar a través de una de éstas, en el interior del conducto había barrotes y rejas. A los prisioneros se les permitía salir de su encierro una vez al día para pasear por el patio interior o, más raramente, por la plataforma superior. Los prisioneros indisciplinados eran recluidos en la parte superior de las torres.
Los subterráneos de las torres, muy oscuros y húmedos, se reservaban para los evadidos y los que habían cometido delitos graves. A menudo se les ataba a un pilar con una larga cadena. En aquellas duras condiciones de reclusión no es de extrañar que algunos prisioneros se volvieran locos o intentaran quitarse la vida.
Además de seres humanos, también eran encerrados en La Bastilla libros, grabados y documentos considerados peligrosos para la seguridad del Estado o contrarios a las buenas costumbres. La Enciclopédie, la obra cumbre de la Ilustración, fue “detenida” en La Bastilla varios años.
Buscando municiones, el 14 de julio de 1789 el pueblo de París se dirigió enfervorizado hacia La Bastilla. Aunque el gobernador De Launey ordenó abrir fuego contra la multitud, ésta finalmente logró penetrar en la prisión. Los asaltantes pensaban poder liberar a muchos presos, pero solo encontraron a siete, y ninguno era político. Aquel día, en su diario Luis XVI escribió: Rien (o sea, nada). Como solía hacer, el rey había ido a cazar, ajeno a lo que se le venía encima.
Autor: Josep Torroella Prats para revistadehistoria.es
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Bibliografía:
Jean-Christian Petitfils: La Bastille. Mystères et secrets d’une prison d’État. Tallandier, 2016.
Claude Quétel: La Bastille: Histoire vraie d’une prison legendaire. Robert Lafont, 1989.
Claude Quétel: Les evasions de Latude. Denoel, 1986
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