La legitimidad de la Casa de Austria

A la muerte del monarca español Carlos II el Hechizado, el 1 de Noviembre de 1700, sin hijos ni herederos directos, estalló la Guerra de Sucesión Española ( 1700 – 1715 ), que implicó a diversas potencias de Europa y que, en  nuestro país, cobró carácter de guerra civil.

De un lado se encontraba el bando austriacista, que defendía la continuidad de la Casa de Habsburgo  en el trono, en la figura del archiduque Carlos de Austria, proclamado como rey de España, con el nombre de Carlos III, en Viena, en 1703, y luego en Madrid, en 1706.

La facción enemiga propugnaba el cambio de dinastía, entronizando a un Borbón, el duque Felipe de Anjou, en Madrid, a fines de 1700, con el título de Rey Felipe V. La contienda persistió hasta 1715 y terminó con la victoria borbónica, aun a costa de Flandes, Milán, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Menorca, Gibraltar y, tal vez la pérdida más importante, el monopolio español en las colonias americanas.

La legitimidad de la Casa de Austria

Como señaló  la profesora Pérez Picazo ( véase bibliografía ), la propaganda borbónica llevó la mejor parte de  principio a fin de la contienda bélica. Esta tendencia, en parte, se ha mantenido hasta la actualidad y, si además añadimos  el hecho de que las guerras las escriben los vencedores, quizás no resultará demasiado sorprendente que el punto de vista del bando que simbolizaba la Flor de Lis  haya sido adoptado y mantenido, de forma casi unánime, por la historiografía antigua y moderna. De acuerdo con este poco objetivo sesgo,  el primer Borbón habría accedido al trono con legitimidad, puesto que el duque Felipe de Anjou era biznieto del rey español Felipe IV y porque era el designado heredero en el testamento de Carlos II. Sin embargo, el bando pro-austriaco opuso a ello hasta cinco razones de innegable justicia y extraordinaria contundencia:

1º, un testamento inválido. Existían dudas más que razonables de que el testamento del finado Carlos II podía encubrir y ser producto de una bien elaborada  falsificación, como en la actualidad han demostrado Monaldi y Sorti ( véase bibliografía ) pero, incluso en caso contrario, se trataba de un documento inválido, porque ni el rey era dueño de su reino, ni las circunstancias que lo habían rodeado en su lecho de muerte le habían permitido decidir con libertad. En el mejor de los casos, el testamento le había sido arrancado con una cierta coacción.

2º , La continuidad dinástica, que se observaba como regla indiscutida en todos los estados de Europa en aquella época y que presuponía que, una vez extinguida una de las ramas de la familia reinante, en este caso la rama española de la dinastía Habsburgo, la otra, la austriaca, estaba llamada a sucederla en el trono con los mejores derechos. La solidez de esta costumbre era tal que no sólo era observada en el caso de las familias reales, sino incluso en el caso de la nobleza, de ahí la institución del Mayorazgo.

3º, las renuncias de las Infantas. El sustento principal de la pretensión a la corona española de la familia Borbón no era otro sino el hecho de que el llamado rey Felipe V era biznieto de Felipe IV y tataranieto de Felipe III a través de los matrimonios de las infantas españolas casadas con los reyes franceses Luis XIII y Luis XIV, Mariana y María Teresa de Austria. Pero este argumento carecía de validez, toda vez que, con anterioridad a tales matrimonios y como condición necesaria para permitirlos, la corona española había exigido a dichas infantas una renuncia solemne a transmitir a sus descendientes cualquier derecho futuro al trono, renuncias que además habían sido votadas en cortes y consideradas como Ley Fundamental, por encima incluso de la voluntad del monarca si se daba el caso, de acuerdo con el entramado jurídico de la época, y, por si algo faltase, ratificadas en los testamentos de Felipe III y Felipe IV.

4º, los tratados internacionales. Como explica con toda claridad Henry Kamen en el prólogo de su libro ( véase bibliografía ), existían, con anterioridad al fallecimiento de Carlos II, hasta tres tratados internacionales en todos los cuales las potencias firmantes, incluida la Francia borbónica, accedían a la continuidad futura de la dinastía Habsburgo en el trono de España. Eran acuerdos al más alto nivel, que ningún gobernante podía romper de manera unilateral a fin de satisfacer sus intereses o los de su reino.

5º, por último, el sentimiento patriótico. Leibnitz, el gran filósofo de la época, que defendió los derechos de la Casa de Austria ante las cortes europeas y respondió a los fútiles, pero muy hábiles y bien propalados hasta el extremo, argumentos de la propaganda borbónica, declaró en forma diáfana que ningún español, por mero patriotismo, podía apoyar aquella opción, pues esta familia y sus reyes en el trono francés habían sido sin duda los peores y más formidables enemigos de España a lo largo de varios siglos y resultaba por tanto indigno hasta el extremo besar la bota que, una y otra vez, había pisoteado los más justos derechos de nuestra nación.

Para terminar, habría que preguntarse si una victoria militar, por rotunda que ésta pueda ser, justifica a la postre lo injustificable; si la repugnante sevicia con que el primer Borbón, Felipe V, y sus partidarios llevaron a cabo una cruel y sanguinaria represión sobre el bando vencido o el subsiguiente exilio que provocaron debe hacer que olvidemos que, al menos para los parámetros de aquella época,  su ascensión al trono español nunca fue justa, legal ni legítima.

Autor: Juan José Plasencia Peña para revistadehistoria.es

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Bibliografía:

ELLIOTT, J.: Imperial Spain 1569 – 1716. Penguin Books. Londres, 2002.

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