Desde el comienzo de la humanidad, el hombre se interesó por las cosas que lo rodeaban. Para los seres humanos su entorno nunca pasó desapercibido: las plantas, los animales, las colinas, los ríos, el cielo, absolutamente todo despertaba su curiosidad. Esta curiosidad innata comenzó a intensificarse cuando apareció el córtex, y con él la inteligencia propiamente dicha(Sagan, 1984).
Al desarrollo de la inteligencia aportaron mucho las actividades productivas y cotidianas que realizaban los primeros hombres, como bien dice el reconocido científico colombiano Rodolfo Llinás:
“ellas son recolectoras y nosotros cazadores (Redacción Revista Credencial, 2013)”.
Precisamente por esto, las inteligencias de los hombres y las mujeres son tan diferentes, pues, mientras los varones debían salir a cazar, sortear los peligros de animales más grandes y regresar a casa, las féminas debían entender por qué sus niños lloraban, interactuar con otras mujeres, recolectar frutas y, en algunos casos, detectar las mentiras de otros seres humanos (Bachrach, citado en Redacción Revista Credencial, 2013).
El hombre y su entorno
En cuanto a su relación con los vivientes, una de las primeras cosas que notaron los hombres primitivos, si bien de una forma meramente intuitiva, fue la diferencia entre lo animado y lo inanimado, concepto que podría considerarse como uno de los pilares de la biología. Probablemente, asociaron lo animado con el movimiento y lo inanimado con la ausencia del mismo, con lo que solo pudieron diferenciar animales de entes inmóviles.
Pasaron varios siglos, y con la civilización se desarrollaron ideas más elaboradas respecto a natura. En realidad, el mecanismo para adquirir este tipo de conocimiento siguió siendo la actividad productiva, aunque, por otro lado, se comenzaron a gestar mitologías y leyendas fantásticas para intentar explicar cualquier fenómeno natural que, para ese entonces, fuera inentendible.
La agricultura también estuvo presente en la antigua Mesopotamia. A partir de ella, se lograron conocimientos básicos en botánica que permitieron realizar compendios de las especies cultivables, estrategias para mejorar la producción de los cultivos, y, en general, todo tipo de consejos agrícolas. Quizás el más importante fue el Calendario agrícola sumerio, escrito por un sabio agricultor para que su hijo continuara con la tradición de la familia (de la Fuente Freyre, 2002). La ganadería también se practicó en la tierra entre ríos. Cabras, ovejas y vacas fueron las especies predilectas para esta actividad. En cuanto a conocimientos técnicos especializados en relación con los seres vivos, se trabajó la fermentación para fabricar cerveza, vino y vinagre.
Todo este empirismo, que se realizó alrededor de las actividades productivas, permitió identificar mejor las diferencias entre los seres vivos y los entes inertes, se comenzó a dimensionar la naturaleza compleja de los vivientes y a instaurar cierto tipo de conductas adecuadas que se debían tener para tratarlos.
En el antiguo Egipto, los conocimientos en medicina, anatomía y fisiología dominaron en las ciencias de la vida. En los papiros de Ramesseum, Kahoun, Ebers Smith, Hearst, Londres y Berlín destacan tratados sobre obstetricia, veterinaria y ginecología mezclados con recetas mágicas y aseveraciones de carácter esotérico.
Ahora, si se echa un vistazo a las civilizaciones orientales, aparecen India y China con interesantes aportes en lo que, con algo de licencia, se podría llamar biología rudimentaria. En India, se concibió una idea de vital importancia para el entendimiento de los vivientes en clave de complejidad, la teoría general de la correspondencia entre el cuerpo humano y la naturaleza, que dio pie para pensar al cuerpo humano como un microcosmos y, a la naturaleza, como un macrocosmos (de la Fuente Freyre, 2002).
En cuanto a medicina, la civilización China hizo un gran aporte al caracterizar correctamente enfermedades como la viruela, la tuberculosis y el escorbuto utilizando como criterio de diagnóstico el pulso de los pacientes, pues, en sus tratados médicos distinguían hasta doscientos tipos de pulso (de la Fuente Freyre, 2002).
En suma, todo este conocimiento resultó del contacto cercano con los animales, las plantas y los mismos seres humanos, lo que a la par fue generando cierto tipo de conciencia y desarrollando formas especiales de interactuar con los vivientes en general.
Autor: Horacio Serna y Carlos Eduardo Sierra Cuartas para revistadehistoria.es
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