Obeliscos egipcios en Roma: viaje de las arenas del Nilo al corazón de la ciudad eterna
A medida que Roma se fue afianzando como potencia regional, sus intereses militares y políticos se dirigieron a los antiguos reinos helenísticos que habían surgido tras la fragmentación del imperio de Alejandro Magno. Egipto, en manos de la dinastía ptolemaica, representaba no solo un enclave estratégico, sino también un lugar con una tradición religiosa muy antigua. En las ciudades egipcias, el culto a las deidades nativas se fusionó parcialmente con las influencias griegas, creando un crisol de creencias que cautivó a los visitantes extranjeros.
El primer gran hito que acercó a Roma y Egipto fue la intervención de Roma en las disputas dinásticas de los Ptolomeos, lo que sentó las bases para una futura anexión. Durante la época republicana tardía, distintas facciones romanas vieron en Egipto una fuente de inmensos recursos: no solo granos y riqueza material, sino también un escenario de gran prestigio cultural. Si bien la influencia egipcia en Roma ya era perceptible a través de la moda y de la aparición de cultos orientales, la presencia de monumentos propiamente egipcios, especialmente obeliscos, aún era escasa en la ciudad. Todo cambiaría con la llegada de la figura de César y, posteriormente, con la de Augusto.
En el imaginario romano, Egipto era a la vez un lugar exótico y un emblema de tradiciones antiquísimas. Los obeliscos, con su forma estilizada y sus inscripciones jeroglíficas, fungían como un compendio de la sabiduría religiosa del Nilo. Despertaron interés no solo por su belleza, sino también porque simbolizaban la conexión entre el faraón y las divinidades solares. Cuando las legiones de Roma consolidaron su presencia en Egipto, muchos soldados y oficiales se sintieron intrigados por estas columnas monolíticas, su tallado y los métodos de erección empleados durante siglos en las canteras y templos. Así se originó el deseo de trasladar a la Urbe algunos de estos monumentos para adornar recintos públicos y rememorar victorias militares.
El desafío logístico de mover monumentos colosales
El traslado de obeliscos planteó dificultades técnicas considerables. Para empezar, se requería un conocimiento preciso de la cantería y de la resistencia de los materiales. Los obeliscos eran tallados en una sola pieza, por lo general en granito rojo extraído de las canteras de Asuán, y su altura podía superar los veinte metros, con un peso que a veces excedía las trescientas toneladas. El primer paso consistía en desmontar el monumento de su emplazamiento original, lo que implicaba la construcción de estructuras de madera y el uso de poleas y cuerdas de fibras vegetales.
Una vez que se aseguraba la pieza, iniciaba la fase más compleja: el transporte fluvial hasta Alejandría, donde se haría el embarque marítimo. Los romanos contaban con buenos ingenieros navales, herederos en parte de la tradición cartaginesa y griega, y desarrollaron embarcaciones especiales para soportar el peso de estos bloques monumentales. Se diseñaban barcazas de madera con refuerzos metálicos, capaces de repartir la carga de manera uniforme. Durante el trayecto por el Nilo, la tripulación debía sortear corrientes y estrechos, maniobrando con sumo cuidado para no provocar grietas en el monolito.
Al llegar a Alejandría, los encargados de la logística afrontaban un reto adicional: la carga del obelisco en un barco apto para navegar el Mediterráneo, cuyas corrientes y mareas podían poner en jaque la estabilidad de la nave. Para sortear este obstáculo, se ensamblaban vigas y se creaban estructuras temporales que sirvieran de rampa. Mediante poleas de gran tamaño y el empuje coordinado de numerosos trabajadores, se izaba la punta del obelisco y se colocaba sobre una base acolchada, preparada para absorber impactos. La fase de amarre era crítica: cualquier error en la distribución del peso podía ocasionar la inclinación del navío y el naufragio de la preciada carga.
Una vez en altamar, la travesía duraba varias semanas, siempre condicionada por la estación y la climatología. Los capitanes preferían navegar en épocas de calma relativa, evitando periodos de tormentas. Además, se llevaba un contingente considerable de marineros experimentados, acostumbrados a lidiar con vientos adversos y a mantener el rumbo en condiciones cambiantes. Muchas veces, estos trayectos incluían escalas en puertos intermedios del Mediterráneo oriental, donde era posible reabastecerse de agua y provisiones, y comprobar que no hubiera daños estructurales en el monolito.
Tras llegar a las costas de la península itálica, el paso siguiente era remontar el río Tíber o desembarcar en puertos cercanos para el traslado por tierra. Con frecuencia, se optaba por el transporte fluvial hasta las inmediaciones de Roma, a fin de evitar las penurias de un trayecto por caminos irregulares. Ya en la capital, se organizaba otra compleja operación para erigir el obelisco en un lugar destacado, como un circo, un foro o un santuario. Estructuras de andamiaje, complejos sistemas de poleas y la fuerza de decenas o cientos de hombres eran indispensables para alzar la piedra y fijarla a una base estable. El éxito de estas maniobras se traducía en un espectáculo multitudinario, que solía atraer la mirada de los habitantes de la ciudad.
El simbolismo del poder imperial
La motivación para llevar a cabo tan arduas tareas no se limitaba a la curiosidad o al gusto por lo exótico. Cada obelisco representaba la autoridad del gobernante que lo encargaba. Durante el Principado de Augusto, se impulsó la idea de Roma como heredera de los grandes imperios del pasado. Exhibir monumentos originarios de Egipto reforzaba la imagen de un poder universal que absorbía tradiciones ajenas y las transformaba en parte de su propia cultura. En este sentido, el emperador exhibía ante el pueblo y la élite senatorial su capacidad de dominar tanto en el aspecto militar como en el religioso.
Varios obeliscos se emplazaron en circos, donde se celebraban carreras de carros y otros espectáculos de masas. El monolito se erigía en la spina central y servía de punto de referencia para los competidores y los espectadores. Además de su propósito ornamental, transmitía un mensaje político: Roma era la nueva potencia que custodiaba los símbolos sagrados de uno de los reinos más antiguos. El objetivo propagandístico no pasó inadvertido. La población pronto asoció estas torres de piedra con la presencia imperial y con la grandeza de las conquistas.
Más adelante, emperadores como Calígula, Claudio, Domiciano y Constantino continuarían la costumbre de trasladar obeliscos o de reutilizar aquellos que habían llegado décadas atrás pero no se habían erigido de inmediato. A lo largo de los siglos, muchos de estos monumentos sufrieron traslados posteriores, abandonos temporales o incluso fragmentaciones. Sin embargo, se mantuvo la costumbre de considerarlos hitos urbanos. Algunos fueron redescubiertos y reubicados en el Renacimiento y en etapas posteriores, cuando el interés por el arte clásico y egipcio volvió a cobrar fuerza en Europa.
La inscripción jeroglífica presente en la superficie de los obeliscos a menudo rendía culto a una deidad solar, representada con nombres como Ra, Atón o Amón. Para los romanos, ese tipo de adoración se asociaba con la grandeza divina de sus propios emperadores, quienes buscaban legitimar su autoridad mediante la adopción de símbolos de reinos antiguos. No era raro que los monarcas romanos mandaran añadir una inscripción en latín o en griego para subrayar su dominio sobre el monumento y el territorio de origen. Así, el obelisco se transformaba en un puente simbólico entre el pasado egipcio y la nueva realidad política.
Por otro lado, no todos los romanos comprendían el significado religioso de los jeroglíficos. Para la mayoría, el obelisco era simplemente un objeto maravilloso, traído desde tierras lejanas. La fascinación radicaba en la idea de un imperio sin límites, capaz de arrastrar a su capital las mayores expresiones artísticas de los pueblos conquistados. Los viajeros y peregrinos que llegaban a Roma en siglos sucesivos contemplaban estos monumentos con asombro, y muchos se preguntaban por los misterios de la escritura grabada en la roca.
Fascinación por Egipto en la cultura romana
El arraigo de la cultura egipcia en la mentalidad romana se evidenció en múltiples ámbitos. Por ejemplo, la popularidad de la diosa Isis, cuyas ceremonias religiosas incluían ritos de purificación y procesiones, tuvo mucho éxito en la sociedad romana. Templos dedicados a esta divinidad surgieron en varios distritos de la Urbe, y las pinturas murales o frescos con motivos nilóticos pasaron a adornar las villas de familias acaudaladas. Dentro de esta corriente, la presencia de obeliscos reforzaba la idea de una Roma cosmopolita, abierta a influencias procedentes de territorios distantes.
Algunos escritores latinos, como Propercio, Ovidio o Plinio el Viejo, dedicaron palabras al exotismo de Egipto, describiendo sus costumbres, sus creencias y los monumentos que se descubrieron tras la conquista. Estas descripciones, a menudo impregnadas de admiración, fomentaron la curiosidad de quienes no tenían la oportunidad de viajar. Los obeliscos se convirtieron en símbolo tangible de aquella civilización tan diferente, un testimonio de la maestría arquitectónica alcanzada junto al Nilo. Si bien no se comprendía plenamente su origen religioso, quedaba clara la destreza que había requerido erigirlos y las herramientas de precisión que habían utilizado para tallarlos con exactitud.
Relación con la astronomía y culto solar
La astronomía desempeñó un papel esencial en la construcción y uso simbólico de los obeliscos en Egipto. Estos monumentos estaban relacionados con la trayectoria del sol y se erigían para honrar a los dioses asociados a la luz, como Ra o Amón-Ra. El diseño vertical y la punta que culminaba en forma piramidal pretendían captar los primeros rayos del alba y reflejar su brillo hacia abajo. Para la cultura romana, acostumbrada a asimilar deidades extranjeras y a integrarlas en su panteón, esta noción de culto solar resultaba atractiva. De hecho, varios emperadores se identificaron con Sol Invictus, una divinidad solar que buscaba exaltar la posición del soberano como regente divinamente inspirado.
Cuando un obelisco llegaba a Roma y se erigía en un espacio público, su presencia evocaba esa vinculación cósmica. El simple hecho de observar la sombra proyectada por el monolito en diferentes horas del día recordaba la conexión entre la Urbe y las fuerzas universales. Cicerón, aunque nunca abordó extensamente la cuestión de los obeliscos, reflejó el interés romano por la astronomía y la influencia de los astros en asuntos políticos y personales. El obelisco, más allá de un adorno, se interpretaba como un instrumento que unía lo terrenal con lo celestial.
Técnicas de cantería y transporte
Los talladores egipcios poseían un conocimiento minucioso del granito y de otras rocas duras. Utilizaban cinceles de bronce y martillos de piedra, así como cuñas de madera que se humedecían para forzar la expansión. El proceso de extraer un obelisco de la cantera implicaba trazar con precisión el contorno que se deseaba. Luego, mediante incisiones sucesivas, se liberaba la pieza de la masa rocosa. Los trabajos podrían prolongarse durante meses o años, dependiendo de la altura y de la complejidad de las inscripciones. Una vez separado el bloque, se terminaba de pulir para resaltar el brillo del granito.
El transporte por el Nilo aprovechaba la corriente fluvial y el uso de barcazas. Los egipcios, y más tarde los romanos, construían embarcaciones de gran anchura, con fondos planos para ganar estabilidad. Se colocaban troncos de madera o rodillos bajo la base del obelisco para desplazarlo hasta la orilla. Allí, varias grúas rudimentarias y poleas multiplicaban la fuerza de las cuadrillas de trabajadores, que debían coordinar cada maniobra para evitar golpes que agrietaran la piedra. A veces se añadían contrapesos en el costado opuesto de la embarcación para equilibrar la carga.
El trayecto marítimo planteaba nuevos riesgos: las mareas, los vientos cambiantes y las tormentas repentinas. Además, si el monolito no iba perfectamente amarrado, el movimiento del oleaje podía ocasionar desplazamientos peligrosos en la bodega. En ocasiones, para estabilizar la carga, se agregaban sacos de arena o grandes recipientes con agua que se repartían en diferentes zonas de la embarcación. Así, se buscaba contrarrestar los vaivenes y mantener el centro de gravedad en el punto adecuado.
Emplazamientos en la capital del Imperio
El sitio elegido para erigir un obelisco respondía a criterios políticos y religiosos. El Campo de Marte, una zona cercana al Tíber que solía albergar actos públicos y militares, fue uno de los primeros lugares donde se erigieron monumentos traídos de Egipto. También se optó por los circos, teatros e incluso jardines privados de emperadores y nobles. La intención era realzar la magnificencia de la obra y permitir que fuera contemplada por el mayor número posible de ciudadanos. Con el tiempo, la ciudad llegó a albergar más obeliscos que la propia región original.
Uno de los más famosos fue el obelisco que Augusto colocó en el Campo de Marte para emplearlo como reloj solar monumental (gnomon). Su sombra se proyectaba sobre una gran plaza diseñada especialmente para tal propósito. Sin embargo, con el pasar de los siglos y debido a modificaciones en el suelo, el mecanismo astronómico dejó de funcionar con precisión. Aun así, el pueblo continuó admirando la monumentalidad de aquella columna de granito, que encarnaba la fusión de la ciencia astronómica con el prestigio del emperador.
En el Circo Máximo y en el Circo Flaminio también se instalaron ejemplares de grandes dimensiones. Erigidos como ejes centrales del recinto, se convirtieron en símbolos del fervor popular por las carreras de carros. Desde las gradas, los espectadores observaban con emoción cómo los aurigas daban vueltas alrededor de la spina, y el obelisco se alzaba como testigo inmutable de aquellos triunfos deportivos. Los emperadores que organizaban estos juegos se aseguraban de que la decoración del circo fuera impactante. Era parte de una estrategia de propaganda que buscaba vincular la grandeza del pasado egipcio con la gloria del imperio.
Emplazamiento e historia de algunos de los obeliscos trasladados a Roma:
Obelisco Lateranense (Piazza di San Giovanni in Laterano)
De origen egipcio y el más alto de la ciudad, alcanza alrededor de 32 metros sin contar la base. Tallado en granito rojo, fue erigido inicialmente en el Templo de Amón en Karnak y llevado a Roma en época de Constantino II. Luego lo instaló el emperador Constancio II en el Circo Máximo. Actualmente se alza frente a la Basílica de San Juan de Letrán.
Obelisco Vaticano (Plaza de San Pedro)
Procede de la ciudad egipcia de Heliópolis. No tiene inscripciones jeroglíficas, lo cual lo hace singular. Fue llevado inicialmente a Alejandría y más tarde a Roma por Calígula para adornar el Circo de Nerón, donde la tradición sitúa el martirio de san Pedro. En el siglo XVI, el papa Sixto V ordenó trasladarlo a su emplazamiento actual en la Plaza de San Pedro.
Obelisco Flaminio (Piazza del Popolo)
Erigido originalmente por faraones de la dinastía XX para el Templo del Sol en Heliópolis. Llegó a Roma bajo el mandato de Augusto, quien lo colocó en el Circo Máximo como símbolo de sus victorias. En el siglo XVI se redescubrió y terminó ubicado en la Piazza del Popolo, uno de los puntos más importantes de la zona norte de la ciudad.
Obelisco Solare (Piazza di Montecitorio)
Realizado en granito rojo, se mandó grabar en época del faraón Psamético II. Augusto lo transportó a Roma para emplearlo como parte de un gran reloj solar (el Horologium Augusti) en el Campo de Marte. Fue reubicado en la Piazza di Montecitorio en el siglo XVIII, frente al actual edificio del Parlamento italiano.
Obelisco Dogali (cerca de la Estación de Termini)
Mandado erigir por Ramsés II en Heliópolis, presenta inscripciones dedicadas a los dioses egipcios. Se encontró en la zona de las Termas de Diocleciano. En el siglo XIX se movió cerca de la estación de Termini para honrar a los caídos en la campaña de Etiopía (1887). Es uno de los obeliscos de menor tamaño en comparación con otros de la ciudad.
Obelisco del Quirinal (Piazza del Quirinale)
Formaba parte de un conjunto que adornaba el Mausoleo de Augusto. Fue hallado en el siglo XVI y, tras varias reubicaciones, se instaló en la Piazza del Quirinale frente al Palacio presidencial, acompañado por las estatuas de los Dióscuros (Cástor y Pólux). A diferencia de otros ejemplos, no conserva inscripciones jeroglíficas visibles.
Obelisco Esquilino (Piazza dell’Esquilino)
Uno de los dos obeliscos gemelos hallados en el Mausoleo de Augusto (el otro es el que se alza en la Plaza del Quirinal). Fue levantado en su ubicación actual en el siglo XVI. También carece de inscripciones jeroglíficas y conserva su base moderna.
Obelisco Sallustiano (Piazza della Trinità dei Monti, en lo alto de la Plaza de España)
Tallado en la época de la dinastía faraónica de Ramsés II o Seti I, se cree que es un obelisco “reciclado” en época romana. Apareció en los Jardines de Salustio y fue recolocado en su sitio actual a finales del siglo XVIII por orden del papa Pío VI, como parte del embellecimiento de la famosa escalinata de la Plaza de España.
Obelisco Celimontano (Villa Celimontana)
Originalmente egipcio, de dimensiones más modestas, procede del templo de Isis y Serapis en el Campo de Marte. Fue hallado en el siglo XVI y trasladado a la Villa Celimontana, en la colina del Celio. Presenta jeroglíficos que dedican el obelisco a un faraón desconocido, y su estado de conservación refleja el paso de los siglos.
Obelisco del Pincio (Piazzale del Pincio)
Este obelisco guarda relación con el Circo Variano, ligado a la era del emperador Heliogábalo. Fue posteriormente descubierto fragmentado. Tras su restauración, el papa Pío VII lo colocó en el Pincio en el siglo XIX, donde embellece uno de los miradores con mejor vista panorámica de la ciudad.
Obelisco Macuteo (Piazza della Rotonda, frente al Panteón)
De origen egipcio, se asocia a Ramsés II. En Roma se encontraba cerca del Templo de Isis y Serapis y, en el siglo XVIII, se decidió emplazarlo en la Piazza della Rotonda. Su fuste pequeño contrasta con la grandiosidad del Panteón. Sus inscripciones originales aún son visibles, aunque algunas se han dañado.
Obelisco Minerveo (Piazza della Minerva)
Uno de los más conocidos por estar sobre el elefante esculpido por Bernini, que hace de base. Procedente de Sais, se atribuye al faraón Apries o a Nequeao II. Fue instalado a las puertas de la Basílica de Santa Maria sopra Minerva, creando un conjunto muy llamativo que mezcla la iconografía egipcia y el barroco romano.
Obelisco Agonalis (Piazza Navona)
Se asocia al reinado de Domiciano, quien lo hizo traer desde Egipto para decoraciones de un circo en el Campo de Marte. Posteriormente, el papa Inocencio X lo ubicó como elemento central de la Fuente de los Cuatro Ríos diseñada por Bernini, una de las obras maestras del Barroco romano.
Continuidad y transformaciones posteriores
Tras la consolidación del cristianismo como religión oficial en el Bajo Imperio, el interés por ciertos cultos orientales decayó. Sin embargo, la admiración por los obeliscos no desapareció del todo. Varios monolitos cayeron o fueron parcialmente destruidos durante las invasiones bárbaras y la progresiva decadencia de las estructuras urbanas. Aun así, algunos permanecieron en pie o se conservaron enterrados hasta su redescubrimiento en épocas posteriores. Durante el Renacimiento, papas y mecenas volvieron a mostrar una fuerte inclinación hacia la estética clásica y egipcia. Con el propósito de embellecer la ciudad, se excavaron, restauraron y reubicaron algunos obeliscos.
El papa Sixto V en particular impulsó grandes proyectos de urbanismo. Uno de sus objetivos fue rescatar los obeliscos que yacían rotos o derribados y erigirlos en lugares emblemáticos. Por ejemplo, la plaza de San Pedro y otras zonas importantes de la ciudad se enriquecieron con estas obras resurgidas del pasado. Artistas como Domenico Fontana participaron en la proeza de alzar estas piedras milenarias utilizando máquinas de poleas y cabrestantes. En ese momento, se añadieron cruces cristianas en la cúspide, transformando el sentido original de adoración solar en un símbolo de la fe cristiana.
Aun con estas reinterpretaciones, la fascinación por la cultura egipcia perduró a lo largo de la Edad Moderna. Viajeros europeos emprendieron expediciones para contemplar de cerca los vestigios de los faraones. Aquellos que visitaban Roma quedaban igualmente asombrados al ver que la ciudad poseía más obeliscos que cualquier otro lugar fuera de Egipto. Guiados por la curiosidad, estudiosos y aventureros exploraron la historia de cada uno, intentaron descifrar sus inscripciones y recopilaron datos para obras eruditas que avivaron el interés por la Egiptología. Algunos obeliscos sirvieron de modelo para monumentos modernos, y su silueta vertical inspiró la posterior construcción de torres y pilares conmemorativos en diversas capitales europeas.
Influencia en la cultura visual y literaria
La presencia de obeliscos en Roma influyó en el arte y la literatura, no solo de la Antigüedad, sino también de épocas sucesivas. Escultores y pintores recrearon escenas de la conquista de Egipto o del momento en que se alzaban estos monumentos en lugares públicos. Poetas y cronistas, desde la época imperial hasta el Barroco, elogiaron la majestuosidad de estas columnas. En algunos casos, se tejieron leyendas alrededor de su origen, atribuyéndoles propiedades mágicas o relaciones con eventos sobrenaturales.
Durante el Romanticismo, el aura de misterio de las antiguas civilizaciones cautivó a escritores y pensadores europeos, quienes relacionaban los obeliscos con enigmas arcanos. La imagen de la pirámide en miniatura en la punta del monolito evocaba una conexión con un pasado remoto, lleno de saberes perdidos. Incluso en el desarrollo de la arquitectura neoclásica y ecléctica, puede rastrearse la silueta esbelta y ascendente del obelisco como un modelo estético. Las plazas de varias ciudades europeas y americanas adoptaron obeliscos conmemorativos para celebrar hitos patrióticos o militares, rindiendo homenaje a la tradición instaurada por Roma.
La impronta de la ingeniería romana
Aunque Egipto fue el creador original de los obeliscos, no se puede subestimar la aportación de la ingeniería romana para llevarlos a la capital del Imperio. Sus avances en la construcción de puentes, calzadas y puertos se tradujeron en mejores condiciones para transportar cargas de gran tonelaje. Asimismo, su dominio de las técnicas de arquitrabado y de arcos permitió que idearan estructuras provisionales más seguras para sostener el peso de los obeliscos durante el izado. Los romanos perfeccionaron los sistemas de polipastos y grúas, combinándolos con un entramado organizativo que incluía topógrafos, capataces, operarios y esclavos especializados.
El resultado de todo este esfuerzo fue la creación de una red logística sin precedentes en la Antigüedad. Desde la cantera en Asuán hasta el centro de Roma, cada paso implicaba la interacción de distintas regiones del Imperio. La mano de obra egipcia, griega, siria e itálica trabajaba en conjunto, fomentando un intercambio de conocimientos que enriquecía a todos. Por eso, cada obelisco en Roma puede considerarse el fruto de la labor colectiva de un Imperio multicultural, donde la destreza técnica servía a los fines de la grandeza imperial.
Preservación y restauraciones
A lo largo de la historia, varios obeliscos sufrieron daños estructurales debido a terremotos, incendios o simples negligencias. La restauración de estos monumentos implicaba un doble desafío: por un lado, comprender las técnicas originales con las que habían sido tallados; por otro, integrar refuerzos modernos que permitieran su estabilidad sin alterar en exceso su apariencia. En ocasiones, hubo que recomponer fragmentos ausentes o muy deteriorados, lo que generó debates entre los historiadores del arte acerca de la autenticidad de la obra. Sin embargo, se valoraba el interés monumental de mantenerlos en pie, de modo que las restauraciones seguirían adelante pese a las dificultades.
Con el auge del turismo a partir del siglo XIX, los obeliscos se transformaron en hitos imprescindibles de cualquier visita a Roma. Los guías locales elaboraban relatos grandilocuentes para impresionar a los viajeros, quienes regresaban a sus países narrando la proeza de ver un pedazo de Egipto incrustado en las plazas y avenidas de la antigua capital imperial. Este fenómeno contribuyó a popularizar la imagen de la Roma eterna, capaz de reunir y conservar testimonios de civilizaciones distantes. Incluso en la actualidad, la preservación de los obeliscos cuenta con planes de mantenimiento específico que incluyen limpieza de la superficie pétrea, control de fisuras y la protección contra la contaminación ambiental.
Legislación y patrimonio
En tiempos de la Roma clásica, la decisión de trasladar un obelisco correspondía al emperador o a altos funcionarios con el beneplácito del Senado. No existía un marco legal amplio de protección patrimonial, pues la contemplación estética se subordinaba a la utilidad política y ceremonial. Con la evolución de las sociedades modernas, varios países comenzaron a aprobar leyes dirigidas a proteger el patrimonio histórico. Italia adoptó normas que restringían la posibilidad de trasladar o modificar monumentos de importancia arqueológica. Hoy día, sacar un obelisco de su localización o alterar su forma requiere la aprobación de instituciones culturales y comisiones técnicas.
La colaboración internacional también ha jugado un papel esencial, pues Egipto, desde el siglo XIX, ha reclamado y negociado la devolución de algunas piezas de su patrimonio. Si bien el caso de los obeliscos de Roma no ha sido objeto de disputa tan intensa como otros monumentos, el debate sobre la propiedad cultural sigue abierto. Muchas voces sostienen que estos vestigios forman parte de la identidad universal y que su permanencia en Roma está justificada por los siglos que llevan integrados en la historia urbana. Otros, en cambio, opinan que su lugar natural debería ser la tierra que los vio nacer.
Poder y diplomacia a través de los obeliscos
En épocas pasadas, la donación de un obelisco por parte de Egipto o de un gobernante helenístico era interpretada como un gesto de amistad y diplomacia. Al mismo tiempo, recibir ese obelisco reforzaba el prestigio del beneficiario. Así, la circulación de estos gigantes pétreos trascendió lo meramente estético y se convirtió en parte de la geopolítica de la Antigüedad. Con el ascenso de Roma como centro indiscutible, la apropiación de los obeliscos se consolidó como parte de la estrategia de dominación simbólica.
El acto de erigir uno de estos monumentos no solo conllevaba la destreza técnica, sino que también expresaba la voluntad de perpetuar la imagen de un emperador. Algunos mandaron esculpir dedicaciones, otros añadieron modificaciones en la base o coronaron la punta con emblemas imperiales. Esta personalización transmitía la idea de continuidad dinástica y de una soberanía legitimada por la veneración de antiguas deidades. De ahí que muchos emperadores eligieran eventos señalados, como victorias militares o aniversarios del reinado, para inaugurar sus nuevos obeliscos en Roma.
Reinterpretaciones en la Edad Media
Durante los siglos de dominio bizantino y posterior control de los reinos germanos, la ciudad de Roma vio disminuir drásticamente su población y recursos. Algunos obeliscos se mantuvieron en pie, aunque sin el cuidado necesario. En muchos casos, se desconocía incluso su origen preciso, y los monumentos se envolvían en leyendas de santos o en relatos de otros tiempos. La comunicación con Egipto se había reducido, y las nuevas autoridades cristianas mostraban un interés más centrado en las reliquias y en las basílicas que en las obras de la Antigüedad pagana. No obstante, la presencia de esos colosos seguía siendo notable en ciertos rincones de la ciudad.
Cuando peregrinos de otros territorios occidentales llegaban a Roma, veían aquellos monolitos con curiosidad. Algunos cronistas medievales, sin la información necesaria, los describían como “columnas misteriosas” o intentaban relacionarlas con el relato bíblico de Moisés y el éxodo de Egipto. Este desconocimiento alimentaba la imaginación popular y el deseo de atribuirles orígenes sobrenaturales. No obstante, el paso del tiempo, la inclinación de los suelos y los movimientos sísmicos provocaron la caída de varios ejemplares, que terminaron enterrados en el subsuelo.
Resurgir en el Renacimiento
Con el renovado interés por la Antigüedad en la Italia de los siglos XV y XVI, los obeliscos volvieron a captar la atención de artistas y eruditos. Personajes como Poggio Bracciolini o Flavio Biondo investigaron ruinas y manuscritos, con la esperanza de recuperar la gloria de la Roma clásica. Cuando se encontraban restos de un obelisco, se organizaban excavaciones para desenterrarlo y, si era posible, restaurarlo. Se abrían debates entre los estudiosos acerca de la forma correcta de reconstruir el ápice o de interpretar las inscripciones jeroglíficas, cuyo significado aún no se había descifrado correctamente. No fue hasta el siglo XIX, con Jean-François Champollion, que la lectura de los jeroglíficos pudo hacerse con rigor científico.
Los papas del Renacimiento y la Contrarreforma, deseosos de embellecer la ciudad y de propagar su imagen de poder, invirtieron grandes sumas en la recuperación de estos monumentos. Las plazas romanas, que se estaban configurando con diseños grandiosos, hallaron en los obeliscos el elemento perfecto para acentuar la verticalidad y la perspectiva. Era común ver cómo se competía por situar el obelisco más alto en la mejor ubicación. Aunque se añadían cruces cristianas en la punta, el origen egipcio seguía despertando un halo de fascinación en clérigos y laicos.
Monumentos contemporáneos inspirados en los obeliscos
La influencia de los obeliscos en la arquitectura occidental se aprecia en múltiples ejemplos, desde la conocida Aguja de Cleopatra llevada a Londres y a Nueva York en el siglo XIX, hasta los obeliscos conmemorativos erigidos en plazas de París y otras capitales. Aunque no todos proceden directamente de Egipto, la forma que imitan se ha convertido en un sinónimo de conmemoración y prestigio. En el caso de Roma, los obeliscos antiguos siguen siendo un testimonio privilegiado de la historia compartida entre dos civilizaciones.
Hoy día, algunos monumentos modernos de estética minimalista recurren a la figura del obelisco para dotar sus espacios de un punto focal que evoque solemnidad. Además, el turismo cultural alrededor de los obeliscos se mantiene vigente. Hay rutas específicas que proponen visitar cada uno de los ejemplares conservados en Roma, explicando su procedencia y su simbología. Esta iniciativa combina el interés por la Antigüedad clásica con la curiosidad por las raíces egipcias, alimentando un diálogo intercultural que ha persistido durante siglos.
Inquietudes académicas actuales
La investigación sobre la llegada de los obeliscos a Roma sigue generando publicaciones en campos como la arqueología, la filología y la historia del arte. Diversas universidades europeas y americanas organizan simposios donde se discute la tecnología romana de transporte marítimo, las variaciones en el tallado de las inscripciones y las implicaciones políticas de mostrar estos monumentos en zonas públicas. La interpretación de los jeroglíficos ha avanzado gracias a nuevas lecturas y hallazgos en territorio egipcio, lo que permite reevaluar la forma en que los romanos comprendieron —o malinterpretaron— los mensajes grabados en piedra.
Hoy en día, se recurre a métodos avanzados de análisis, como la fotogrametría y la arqueometría, para obtener modelos digitales de gran precisión. Así, se pueden estudiar las huellas de herramientas antiguas en la superficie del granito y determinar si el obelisco fue objeto de reparaciones romanas. También se investiga la procedencia exacta del bloque de piedra mediante comparaciones petrográficas con las canteras de Asuán y otras localizaciones egipcias. Estos avances técnicos apuntan a una mayor comprensión de la cadena de producción y de la cronología de las obras.
La pervivencia de un símbolo ancestral
Las estructuras monolíticas nacidas en las orillas del Nilo llegaron a fundirse con el paisaje urbano de la capital romana. A lo largo de generaciones, los residentes de la ciudad aprendieron a convivir con la presencia de estos gigantes de granito, y su significado fue transformándose según las creencias de cada época. Del honor a los faraones y dioses solares, pasaron a ser emblemas de la fuerza imperial, luego objetos de curiosidad medieval, para finalmente reemerger como reliquias insignes que embellecieron la nueva Roma de los papas y los artistas renacentistas.
Así como las arenas del Nilo fueron testigo de su tallado original, las calles romanas conservaron su recuerdo de poder a lo largo de un tránsito histórico que no conoce barreras temporales. Y aunque su origen se halle en un territorio lejano, se convirtieron en parte inconfundible del perfil de la antigua metrópoli y de las narraciones que tejen las crónicas de conquistas, triunfos y transformaciones culturales. Pocas obras han experimentado una trayectoria tan prolongada y polifacética como la de los obeliscos, que siguen suscitando interés entre estudiosos y viajeros que se detienen a admirar el ingenio y la belleza de un arte forjado siglos atrás.
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Podcast: Magia y misterio de los obeliscos
Fuentes
– Casson, L. El transporte marítimo en la Antigüedad. Ed. Gredos.
– Baines, J. y Málek, J. Historia del arte del Antiguo Egipto. Alianza Editorial.
– Claridge, A. Roma antigua: Guía arqueológica ilustrada. Editorial Destino.
– Grenier, A. El Imperio Romano y su poder. Editorial Crítica.
– Málek, J. Obeliscos: símbolo y poder en Egipto y Roma. Ed. Akal.