Obeliscos egipcios en Roma: viaje de las arenas del Nilo al corazón de la ciudad eterna
A medida que Roma se fue afianzando como potencia regional, sus intereses militares y políticos se dirigieron a los antiguos reinos helenísticos que habían surgido tras la fragmentación del imperio de Alejandro Magno. Egipto, en manos de la dinastía ptolemaica, representaba no solo un enclave estratégico, sino también un lugar con una tradición religiosa muy antigua. En las ciudades egipcias, el culto a las deidades nativas se fusionó parcialmente con las influencias griegas, creando un crisol de creencias que cautivó a los visitantes extranjeros.
El primer gran hito que acercó a Roma y Egipto fue la intervención de Roma en las disputas dinásticas de los Ptolomeos, lo que sentó las bases para una futura anexión. Durante la época republicana tardía, distintas facciones romanas vieron en Egipto una fuente de inmensos recursos: no solo granos y riqueza material, sino también un escenario de gran prestigio cultural. Si bien la influencia egipcia en Roma ya era perceptible a través de la moda y de la aparición de cultos orientales, la presencia de monumentos propiamente egipcios, especialmente obeliscos, aún era escasa en la ciudad. Todo cambiaría con la llegada de la figura de César y, posteriormente, con la de Augusto.
En el imaginario romano, Egipto era a la vez un lugar exótico y un emblema de tradiciones antiquísimas. Los obeliscos, con su forma estilizada y sus inscripciones jeroglíficas, fungían como un compendio de la sabiduría religiosa del Nilo. Despertaron interés no solo por su belleza, sino también porque simbolizaban la conexión entre el faraón y las divinidades solares. Cuando las legiones de Roma consolidaron su presencia en Egipto, muchos soldados y oficiales se sintieron intrigados por estas columnas monolíticas, su tallado y los métodos de erección empleados durante siglos en las canteras y templos. Así se originó el deseo de trasladar a la Urbe algunos de estos monumentos para adornar recintos públicos y rememorar victorias militares.
El desafío logístico de mover monumentos colosales
El traslado de obeliscos planteó dificultades técnicas considerables. Para empezar, se requería un conocimiento preciso de la cantería y de la resistencia de los materiales. Los obeliscos eran tallados en una sola pieza, por lo general en granito rojo extraído de las canteras de Asuán, y su altura podía superar los veinte metros, con un peso que a veces excedía las trescientas toneladas. El primer paso consistía en desmontar el monumento de su emplazamiento original, lo que implicaba la construcción de estructuras de madera y el uso de poleas y cuerdas de fibras vegetales.
Una vez que se aseguraba la pieza, iniciaba la fase más compleja: el transporte fluvial hasta Alejandría, donde se haría el embarque marítimo. Los romanos contaban con buenos ingenieros navales, herederos en parte de la tradición cartaginesa y griega, y desarrollaron embarcaciones especiales para soportar el peso de estos bloques monumentales. Se diseñaban barcazas de madera con refuerzos metálicos, capaces de repartir la carga de manera uniforme. Durante el trayecto por el Nilo, la tripulación debía sortear corrientes y estrechos, maniobrando con sumo cuidado para no provocar grietas en el monolito.
Al llegar a Alejandría, los encargados de la logística afrontaban un reto adicional: la carga del obelisco en un barco apto para navegar el Mediterráneo, cuyas corrientes y mareas podían poner en jaque la estabilidad de la nave. Para sortear este obstáculo, se ensamblaban vigas y se creaban estructuras temporales que sirvieran de rampa. Mediante poleas de gran tamaño y el empuje coordinado de numerosos trabajadores, se izaba la punta del obelisco y se colocaba sobre una base acolchada, preparada para absorber impactos. La fase de amarre era crítica: cualquier error en la distribución del peso podía ocasionar la inclinación del navío y el naufragio de la preciada carga.
Una vez en altamar, la travesía duraba varias semanas, siempre condicionada por la estación y la climatología. Los capitanes preferían navegar en épocas de calma relativa, evitando periodos de tormentas. Además, se llevaba un contingente considerable de marineros experimentados, acostumbrados a lidiar con vientos adversos y a mantener el rumbo en condiciones cambiantes. Muchas veces, estos trayectos incluían escalas en puertos intermedios del Mediterráneo oriental, donde era posible reabastecerse de agua y provisiones, y comprobar que no hubiera daños estructurales en el monolito.
Tras llegar a las costas de la península itálica, el paso siguiente era remontar el río Tíber o desembarcar en puertos cercanos para el traslado por tierra. Con frecuencia, se optaba por el transporte fluvial hasta las inmediaciones de Roma, a fin de evitar las penurias de un trayecto por caminos irregulares. Ya en la capital, se organizaba otra compleja operación para erigir el obelisco en un lugar destacado, como un circo, un foro o un santuario. Estructuras de andamiaje, complejos sistemas de poleas y la fuerza de decenas o cientos de hombres eran indispensables para alzar la piedra y fijarla a una base estable. El éxito de estas maniobras se traducía en un espectáculo multitudinario, que solía atraer la mirada de los habitantes de la ciudad.
El simbolismo del poder imperial
La motivación para llevar a cabo tan arduas tareas no se limitaba a la curiosidad o al gusto por lo exótico. Cada obelisco representaba la autoridad del gobernante que lo encargaba. Durante el Principado de Augusto, se impulsó la idea de Roma como heredera de los grandes imperios del pasado. Exhibir monumentos originarios de Egipto reforzaba la imagen de un poder universal que absorbía tradiciones ajenas y las transformaba en parte de su propia cultura. En este sentido, el emperador exhibía ante el pueblo y la élite senatorial su capacidad de dominar tanto en el aspecto militar como en el religioso.
Varios obeliscos se emplazaron en circos, donde se celebraban carreras de carros y otros espectáculos de masas. El monolito se erigía en la spina central y servía de punto de referencia para los competidores y los espectadores. Además de su propósito ornamental, transmitía un mensaje político: Roma era la nueva potencia que custodiaba los símbolos sagrados de uno de los reinos más antiguos. El objetivo propagandístico no pasó inadvertido. La población pronto asoció estas torres de piedra con la presencia imperial y con la grandeza de las conquistas.
Más adelante, emperadores como Calígula, Claudio, Domiciano y Constantino continuarían la costumbre de trasladar obeliscos o de reutilizar aquellos que habían llegado décadas atrás pero no se habían erigido de inmediato. A lo largo de los siglos, muchos de estos monumentos sufrieron traslados posteriores, abandonos temporales o incluso fragmentaciones. Sin embargo, se mantuvo la costumbre de considerarlos hitos urbanos. Algunos fueron redescubiertos y reubicados en el Renacimiento y en etapas posteriores, cuando el interés por el arte clásico y egipcio volvió a cobrar fuerza en Europa.
La inscripción jeroglífica presente en la superficie de los obeliscos a menudo rendía culto a una deidad solar, representada con nombres como Ra, Atón o Amón. Para los romanos, ese tipo de adoración se asociaba con la grandeza divina de sus propios emperadores, quienes buscaban legitimar su autoridad mediante la adopción de símbolos de reinos antiguos. No era raro que los monarcas romanos mandaran añadir una inscripción en latín o en griego para subrayar su dominio sobre el monumento y el territorio de origen. Así, el obelisco se transformaba en un puente simbólico entre el pasado egipcio y la nueva realidad política.
Por otro lado, no todos los romanos comprendían el significado religioso de los jeroglíficos. Para la mayoría, el obelisco era simplemente un objeto maravilloso, traído desde tierras lejanas. La fascinación radicaba en la idea de un imperio sin límites, capaz de arrastrar a su capital las mayores expresiones artísticas de los pueblos conquistados. Los viajeros y peregrinos que llegaban a Roma en siglos sucesivos contemplaban estos monumentos con asombro, y muchos se preguntaban por los misterios de la escritura grabada en la roca.
Fascinación por Egipto en la cultura romana
El arraigo de la cultura egipcia en la mentalidad romana se evidenció en múltiples ámbitos. Por ejemplo, la popularidad de la diosa Isis, cuyas ceremonias religiosas incluían ritos de purificación y procesiones, tuvo mucho éxito en la sociedad romana. Templos dedicados a esta divinidad surgieron en varios distritos de la Urbe, y las pinturas murales o frescos con motivos nilóticos pasaron a adornar las villas de familias acaudaladas. Dentro de esta corriente, la presencia de obeliscos reforzaba la idea de una Roma cosmopolita, abierta a influencias procedentes de territorios distantes.
Algunos escritores latinos, como Propercio, Ovidio o Plinio el Viejo, dedicaron palabras al exotismo de Egipto, describiendo sus costumbres, sus creencias y los monumentos que se descubrieron tras la conquista. Estas descripciones, a menudo impregnadas de admiración, fomentaron la curiosidad de quienes no tenían la oportunidad de viajar. Los obeliscos se convirtieron en símbolo tangible de aquella civilización tan diferente, un testimonio de la maestría arquitectónica alcanzada junto al Nilo. Si bien no se comprendía plenamente su origen religioso, quedaba clara la destreza que había requerido erigirlos y las herramientas de precisión que habían utilizado para tallarlos con exactitud.
Relación con la astronomía y culto solar
La astronomía desempeñó un papel esencial en la construcción y uso simbólico de los obeliscos en Egipto. Estos monumentos estaban relacionados con la trayectoria del sol y se erigían para honrar a los dioses asociados a la luz, como Ra o Amón-Ra. El diseño vertical y la punta que culminaba en forma piramidal pretendían captar los primeros rayos del alba y reflejar su brillo hacia abajo. Para la cultura romana, acostumbrada a asimilar deidades extranjeras y a integrarlas en su panteón, esta noción de culto solar resultaba atractiva. De hecho, varios emperadores se identificaron con Sol Invictus, una divinidad solar que buscaba exaltar la posición del soberano como regente divinamente inspirado.
Cuando un obelisco llegaba a Roma y se erigía en un espacio público, su presencia evocaba esa vinculación cósmica. El simple hecho de observar la sombra proyectada por el monolito en diferentes horas del día recordaba la conexión entre la Urbe y las fuerzas universales. Cicerón, aunque nunca abordó extensamente la cuestión de los obeliscos, reflejó el interés romano por la astronomía y la influencia de los astros en asuntos políticos y personales. El obelisco, más allá de un adorno, se interpretaba como un instrumento que unía lo terrenal con lo celestial.
Técnicas de cantería y transporte
Los talladores egipcios poseían un conocimiento minucioso del granito y de otras rocas duras. Utilizaban cinceles de bronce y martillos de piedra, así como cuñas de madera que se humedecían para forzar la expansión. El proceso de extraer un obelisco de la cantera implicaba trazar con precisión el contorno que se deseaba. Luego, mediante incisiones sucesivas, se liberaba la pieza de la masa rocosa. Los trabajos podrían prolongarse durante meses o años, dependiendo de la altura y de la complejidad de las inscripciones. Una vez separado el bloque, se terminaba de pulir para resaltar el brillo del granito.
El transporte por el Nilo aprovechaba la corriente fluvial y el uso de barcazas. Los egipcios, y más tarde los romanos, construían embarcaciones de gran anchura, con fondos planos para ganar estabilidad. Se colocaban troncos de madera o rodillos bajo la base del obelisco para desplazarlo hasta la orilla. Allí, varias grúas rudimentarias y poleas multiplicaban la fuerza de las cuadrillas de trabajadores, que debían coordinar cada maniobra para evitar golpes que agrietaran la piedra. A veces se añadían contrapesos en el costado opuesto de la embarcación para equilibrar la carga.
El trayecto marítimo planteaba nuevos riesgos: las mareas, los vientos cambiantes y las tormentas repentinas. Además, si el monolito no iba perfectamente amarrado, el movimiento del oleaje podía ocasionar desplazamientos peligrosos en la bodega. En ocasiones, para estabilizar la carga, se agregaban sacos de arena o grandes recipientes con agua que se repartían en diferentes zonas de la embarcación. Así, se buscaba contrarrestar los vaivenes y mantener el centro de gravedad en el punto adecuado.
Emplazamientos en la capital del Imperio
El sitio elegido para erigir un obelisco respondía a criterios políticos y religiosos. El Campo de Marte, una zona cercana al Tíber que solía albergar actos públicos y militares, fue uno de los primeros lugares donde se erigieron monumentos traídos de Egipto. También se optó por los circos, teatros e incluso jardines privados de emperadores y nobles. La intención era realzar la magnificencia de la obra y permitir que fuera contemplada por el mayor número posible de ciudadanos. Con el tiempo, la ciudad llegó a albergar más obeliscos que la propia región original.
Uno de los más famosos fue el obelisco que Augusto colocó en el Campo de Marte para emplearlo como reloj solar monumental (gnomon). Su sombra se proyectaba sobre una gran plaza diseñada especialmente para tal propósito. Sin embargo, con el pasar de los siglos y debido a modificaciones en el suelo, el mecanismo astronómico dejó de funcionar con precisión. Aun así, el pueblo continuó admirando la monumentalidad de aquella columna de granito, que encarnaba la fusión de la ciencia astronómica con el prestigio del emperador.
En el Circo Máximo y en el Circo Flaminio también se instalaron ejemplares de grandes dimensiones. Erigidos como ejes centrales del recinto, se convirtieron en símbolos del fervor popular por las carreras de carros. Desde las gradas, los espectadores observaban con emoción cómo los aurigas daban vueltas alrededor de la spina, y el obelisco se alzaba como testigo inmutable de aquellos triunfos deportivos. Los emperadores que organizaban estos juegos se aseguraban de que la decoración del circo fuera impactante. Era parte de una estrategia de propaganda que buscaba vincular la grandeza del pasado egipcio con la gloria del imperio.
Emplazamiento e historia de algunos de los obeliscos trasladados a Roma:
Obelisco Lateranense (Piazza di San Giovanni in Laterano)
De origen egipcio y el más alto de la ciudad, alcanza alrededor de 32 metros sin contar la base. Tallado en granito rojo, fue erigido inicialmente en el Templo de Amón en Karnak y llevado a Roma en época de Constantino II. Luego lo instaló el emperador Constancio II en el Circo Máximo. Actualmente se alza frente a la Basílica de San Juan de Letrán.
Obelisco Vaticano (Plaza de San Pedro)
Procede de la ciudad egipcia de Heliópolis. No tiene inscripciones jeroglíficas, lo cual lo hace singular. Fue llevado inicialmente a Alejandría y más tarde a Roma por Calígula para adornar el Circo de Nerón, donde la tradición sitúa el martirio de san Pedro. En el siglo XVI, el papa Sixto V ordenó trasladarlo a su emplazamiento actual en la Plaza de San Pedro.
Obelisco Flaminio (Piazza del Popolo)
Erigido originalmente por faraones de la dinastía XX para el Templo del Sol en Heliópolis. Llegó a Roma bajo el mandato de Augusto, quien lo colocó en el Circo Máximo como símbolo de sus victorias. En el siglo XVI se redescubrió y terminó ubicado en la Piazza del Popolo, uno de los puntos más importantes de la zona norte de la ciudad.
Obelisco Solare (Piazza di Montecitorio)
Realizado en granito rojo, se mandó grabar en época del faraón Psamético II. Augusto lo transportó a Roma para emplearlo como parte de un gran reloj solar (el Horologium Augusti) en el Campo de Marte. Fue reubicado en la Piazza di Montecitorio en el siglo XVIII, frente al actual edificio del Parlamento italiano.
Obelisco Dogali (cerca de la Estación de Termini)
Mandado erigir por Ramsés II en Heliópolis, presenta inscripciones dedicadas a los dioses egipcios. Se encontró en la zona de las Termas de Diocleciano. En el siglo XIX se movió cerca de la estación de Termini para honrar a los caídos en la campaña de Etiopía (1887). Es uno de los obeliscos de menor tamaño en comparación con otros de la ciudad.
Obelisco del Quirinal (Piazza del Quirinale)
Formaba parte de un conjunto que adornaba el Mausoleo de Augusto. Fue hallado en el siglo XVI y, tras varias reubicaciones, se instaló en la Piazza del Quirinale frente al Palacio presidencial, acompañado por las estatuas de los Dióscuros (Cástor y Pólux). A diferencia de otros ejemplos, no conserva inscripciones jeroglíficas visibles.
Obelisco Esquilino (Piazza dell’Esquilino)
Uno de los dos obeliscos gemelos hallados en el Mausoleo de Augusto (el otro es el que se alza en la Plaza del Quirinal). Fue levantado en su ubicación actual en el siglo XVI. También carece de inscripciones jeroglíficas y conserva su base moderna.