Lee Miller: La mirada que desafió la guerra y el arte

Su primer contacto con la fama fue tan impactante como traumático. En 1927, mientras cruzaba una calle de Manhattan, el editor de moda Condé Nast la rescató de ser atropellada y la convirtió en modelo para la portada de Vogue. Su rostro pronto se convirtió en sinónimo de sofisticación moderna, pero Miller no tardó en descubrir la cara amarga de la industria, donde el control sobre el propio cuerpo y la imagen era una ilusión. Abandonó la pasarela para buscar un lugar al otro lado de la lente, persiguiendo una expresión más auténtica y personal.

En París, donde recaló en 1929, buscó al célebre Man Ray, de quien había oído hablar como referente del surrealismo fotográfico. Pronto se convirtió en su modelo, musa y colaboradora, aunque nunca aceptó reducirse a esa etiqueta. Juntos experimentaron con técnicas innovadoras, como la solarización, y compartieron un entorno creativo donde convergían figuras como Picasso, Cocteau y Dalí. Sin embargo, Miller ansiaba independencia y reconocimiento por méritos propios, y a principios de los años treinta abrió su propio estudio fotográfico en la capital francesa.

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