El triunfo católico no logró apagar del todo la llama de la Reforma, pero sí consolidó temporalmente el poder imperial y permitió a Carlos imponer condiciones más severas a sus opositores religiosos. Mühlberg fue, ante todo, una demostración de fuerza envuelta en una poderosa carga ideológica.
Batalla de Mühlberg 1547. Una Europa dividida por la fe
Sin embargo, durante años, las circunstancias internacionales impidieron a Carlos actuar directamente. Las guerras contra Francia, las tensiones con el Papado y, sobre todo, la amenaza otomana le obligaron a contemporizar. La Paz de Núremberg de 1532 concedía a los protestantes una especie de tregua legal, mientras el emperador se concentraba en otros frentes. Pero una vez firmada la Paz de Crépy con Francia en 1544 y tras asegurarse el apoyo del Papa Paulo III, Carlos pudo volver su atención al conflicto religioso interno.
El contexto político también jugó a su favor. Muchos príncipes católicos se mostraban inquietos ante la creciente autonomía de la Liga de Esmalcalda. Incluso algunos antiguos aliados de los protestantes comenzaron a distanciarse, temerosos de que la causa religiosa se convirtiera en una plataforma para desestabilizar el orden imperial. A ello se sumaba el apoyo militar que Carlos obtuvo de su hermano Fernando y de tropas italianas y españolas, lo que le permitió preparar una ofensiva contundente contra los disidentes.
El avance imperial y la campaña de 1546-1547
Las operaciones militares comenzaron a finales de 1546, aunque la verdadera ofensiva se desarrolló durante los primeros meses de 1547. Carlos V contaba con una fuerza profesional y experimentada, compuesta por lansquenetes alemanes, arcabuceros españoles y caballería borgoñona. En total, unos 25.000 hombres marchaban bajo estandartes imperiales. En contraste, la Liga de Esmalcalda, pese a tener recursos y capacidad de movilización, sufría de una dirección política fragmentada y una coordinación militar deficiente.
El emperador demostró una notable capacidad estratégica al evitar los enfrentamientos prematuros y avanzar hacia Sajonia por rutas inesperadas. A diferencia de sus enemigos, que esperaban que el cruce del Elba fuera una operación arriesgada, Carlos encontró un paso relativamente accesible cerca de Mühlberg. En la noche del 23 al 24 de abril, sus tropas se prepararon para la travesía fluvial. Con la ayuda de barqueros locales y el empleo de una pequeña embarcación enviada por un traidor sajón, lograron cruzar el río y tomar por sorpresa a las tropas de Juan Federico, que se hallaban acampadas en la margen opuesta.
Juan Federico, elector de Sajonia, no había previsto un ataque directo. Sus fuerzas, numéricamente comparables pero mal posicionadas, fueron tomadas con la guardia baja. El emperador había apostado por una acción rápida, casi temeraria, consciente de que una victoria fulminante tendría un efecto devastador sobre la moral enemiga y reforzaría su autoridad.
El combate junto al Elba
La batalla comenzó al amanecer del 24 de abril de 1547, cuando la niebla aún cubría las aguas del Elba y sus orillas cenagosas. El ejército imperial, tras haber cruzado sigilosamente el río durante la noche, lanzó un ataque sorpresa contra el campamento sajón. Los ingenieros imperiales y barqueros locales habían contribuido a preparar el cruce, utilizando pequeñas embarcaciones, pontones improvisados y una balsa traída desde el monasterio de Dobrilugk, ofrecida por un colaborador de Carlos.
La fuerza inicial de asalto estuvo compuesta por unidades selectas de arcabuceros españoles y lansquenetes alemanes. Los arcabuceros, veteranos curtidos en las guerras italianas, avanzaron en formaciones dispersas, aprovechando la cobertura de la niebla y disparando sus armas de mecha desde posiciones de flanco. Estos hombres, armados con arcabuces de mecha larga, portaban también dagas o espadas cortas, y algunos llevaban corazas ligeras o cascos tipo morrión. Su papel fue clave en hostigar a la infantería protestante antes del asalto principal.
Los lansquenetes, mercenarios alemanes al servicio del emperador, combatían con picas de hasta cinco metros de largo, espadas de dos manos (Zweihänder) entre los Doppelsöldner, y armaduras que combinaban cota de malla y placas parciales. Marchaban bajo estandartes vibrantes y rítmicos tambores, pero esta vez lo hicieron en silencio, ocultos por la niebla y cubiertos por el fuego de los arcabuceros.
La caballería imperial, dirigida por Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, entró en acción poco después de que la infantería asegurara un espacio suficiente en la orilla sajona. Compuesta en parte por jinetes borgoñones y unidades de caballería ligera italiana, se desplegó rápidamente en terreno aún húmedo, atacando los flancos de las tropas de Juan Federico de Sajonia, que apenas habían tenido tiempo de formarse. Alba utilizó una táctica envolvente para desorganizar las alas enemigas, que consistían en milicias luteranas y destacamentos de caballería sajona mal coordinados.
Los protestantes, sorprendidos y mal posicionados, no pudieron establecer una defensa coherente. Su ejército incluía piqueros, arcabuceros y caballería noble, pero carecía de un mando unificado en ese momento crucial. La artillería, que podría haber cambiado el curso del enfrentamiento, no llegó a desplegarse eficazmente debido a la rapidez del ataque imperial. Juan Federico había asumido que el río Elba representaba una barrera suficiente, por lo que no había fortificado seriamente la orilla ni establecido suficientes piquetes de vigilancia.
El emperador Carlos V, aunque físicamente enfermo de gota y apenas capaz de montar a caballo, dirigía la operación desde un punto elevado al sur de Mühlberg. Había dejado las decisiones tácticas en manos del duque de Alba y de su cuartel general, pero supervisaba cada movimiento y daba instrucciones clave sobre los desplazamientos de tropas. Se había confesado y comulgado antes de la batalla, considerando su lucha como una defensa santa de la fe católica frente a la “herejía” luterana.
Juan Federico, al darse cuenta del peligro, intentó reorganizar sus líneas y montar una defensa a lo largo de un arroyo que desembocaba en el Elba, conocido como la Großer Grenzgraben. Allí se formó un segundo frente improvisado, donde sus piqueros intentaron detener el avance enemigo. Pero el terreno estaba anegado por las lluvias recientes y resultaba inadecuado para una defensa en profundidad. La movilidad de la caballería imperial y la superior disciplina de los tercios españoles —formaciones mixtas de piqueros, espaderos y arcabuceros— rompieron sus líneas sin dificultad.
El intento de contraataque liderado por la caballería sajona fracasó ante la coordinación de los imperiales. Un destacamento de jinetes imperiales alcanzó el ala izquierda protestante y provocó el colapso de esa sección. La infantería, cercada y sin apoyo de la artillería, comenzó a dispersarse. Algunos soldados sajones huyeron hacia el bosque de Mühlberg, pero muchos fueron abatidos o capturados.
Juan Federico intentó retirarse con un pequeño grupo de jinetes hacia el norte, pero fue alcanzado en las afueras de Falkenberg, tras un breve enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Herido en la cara y la pierna, fue capturado por soldados imperiales y llevado ante el emperador. Carlos, al verle ensangrentado, no mostró júbilo, sino que pronunció unas palabras frías y ceremoniosas: “Os ha juzgado Dios”.
La rendición de Juan Federico supuso un vuelco político inmediato. Al ser uno de los electores del imperio, su captura permitía a Carlos redistribuir el título electoral a un aliado católico. Felipe de Hesse, otro de los pilares de la Liga, fue convencido de rendirse días después con garantías de clemencia que no se cumplieron: fue encerrado junto a Juan Federico en el castillo de Meissen y luego en Bruselas.
Las cifras exactas de bajas no se conocen con precisión, pero se estima que entre 2.000 y 3.000 soldados protestantes murieron o fueron hechos prisioneros, mientras que las pérdidas imperiales fueron mínimas, probablemente por debajo de los 500 hombres. La rapidez del ataque, el efecto sorpresa y la disciplina de las tropas imperiales marcaron la diferencia.
Desde el punto de vista estratégico, Mühlberg fue un ejemplo del uso efectivo del cruce de ríos como maniobra decisiva. Pese a la dificultad logística, Carlos V logró trasladar un ejército de decenas de miles de hombres, con artillería ligera, caballería y víveres, a través de una barrera natural sin ser detectado. El éxito del cruce y la posterior victoria fueron analizados por tratadistas militares como un caso ejemplar de coordinación interarmas.
En los días posteriores, Carlos ordenó que se enterrara con honores a los soldados muertos y que se recogieran las armas del campo. Se capturaron numerosos estandartes y símbolos de la Liga de Esmalcalda, que fueron llevados en procesión a su corte como trofeos de guerra. Uno de los más notables fue el estandarte con el lema luterano “Verbum Domini manet in aeternum”, que fue guardado como prueba de la derrota protestante.
Artistas y cronistas imperiales convirtieron la victoria en una herramienta política. En particular, Tiziano pintó el famoso retrato ecuestre del emperador con armadura negra, sobre un corcel que parece suspendido en un instante triunfal. El cuadro, conservado en el Museo del Prado, fue enviado como imagen oficial del poder de Carlos V a distintas cortes europeas. Allí, Mühlberg no era solo una victoria militar: era la reafirmación visual del poder imperial y católico.
El significado político y religioso de la victoria
A pesar de lo aplastante de la victoria, Carlos V no logró convertirla en una solución definitiva al conflicto religioso. Su intento de imponer el llamado “Interim de Augsburgo” en 1548 fue mal recibido tanto por protestantes como por católicos. La medida intentaba ser una solución de compromiso, restaurando parcialmente la liturgia católica pero aceptando ciertos principios luteranos. Ni unos ni otros aceptaron de buen grado este arreglo. Muchos protestantes lo vieron como una traición, y la jerarquía católica lo consideró una concesión inadmisible.
Además, la victoria generó tensiones dentro del propio bando imperial. El Papa Paulo III, que había prestado ayuda militar a Carlos, esperaba a cambio que el emperador defendiera con más firmeza la autoridad papal. Sin embargo, la política imperial se inclinaba por una solución negociada que mantuviera el equilibrio político, no por una restauración radical del poder romano. Esta ambigüedad molestó a Roma y alimentó la desconfianza entre el emperador y el papado.
En Alemania, la represión posterior al conflicto y el encarcelamiento de los líderes protestantes no extinguieron el movimiento reformista. Por el contrario, la violencia de la reacción católica reforzó la percepción de injusticia y alimentó nuevas resistencias. En pocos años, las tensiones religiosas volverían a estallar, llevando finalmente a la Paz de Augsburgo de 1555, que reconocía la libertad de cada príncipe para determinar la confesión de su territorio. El principio de “cuius regio, eius religio” fue una consecuencia indirecta de Mühlberg, aunque en sentido opuesto al que Carlos V hubiera deseado.
Carlos V, Alba y la imagen del poder
La victoria de Mühlberg fue también un ejercicio de propaganda. El emperador quiso mostrar que la monarquía cristiana podía vencer a la herejía sin necesidad de compromisos. Su entrada triunfal en Wittenberg, el bastión de Lutero, fue un acto cuidadosamente escenificado. No obstante, lejos de instaurar una paz duradera, Mühlberg mostró los límites del poder imperial en un imperio marcado por el fraccionamiento territorial, la diversidad religiosa y la resistencia de los poderes locales.
El duque de Alba, figura clave de la jornada, fue reconocido por su pericia táctica. Su prestigio militar se consolidó, y años más tarde sería enviado a sofocar la rebelión de los Países Bajos, donde su dureza se haría legendaria. En 1547, sin embargo, era el brazo ejecutor de una estrategia que combinaba velocidad, sorpresa y contundencia. La acción de Mühlberg sería estudiada durante generaciones como un ejemplo de campaña fulminante basada en el aprovechamiento del terreno, la disciplina de las tropas y la información estratégica.
Tiziano inmortalizó a Carlos V en una obra que trascendió lo artístico. El retrato ecuestre, encargado poco después de la batalla, representaba al emperador como un caballero medieval, paladín de la fe y monarca virtuoso. El uso simbólico del arte como instrumento de autoridad encontró en esta pintura una de sus expresiones más depuradas. La armadura, el caballo y el paisaje evocan una escena intemporal, desligada del barro de Mühlberg pero profundamente conectada con su significado.
El eco de una victoria discutida
Para Carlos V, Mühlberg representó un punto culminante. A partir de ese momento, su poder entró en una lenta decadencia. El emperador envejecía, las alianzas se debilitaban y las resistencias se multiplicaban. El ideal de una Cristiandad unida bajo el cetro imperial se desmoronaba. La abdicación de Carlos en 1556 y su retiro a Yuste cerraron un ciclo que Mühlberg había parecido coronar, pero que no alcanzó a consolidar.
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Podcast: La Batalla de Mühlberg