La Rebelión de las Alpujarras, iniciada en 1568 y sofocada tras años de durísima represión, constituye uno de los episodios más crudos de ese enfrentamiento. Fue un levantamiento popular que puso en jaque a la Corona de Felipe II y obligó a desplegar a miles de soldados en un terreno abrupto y hostil.
En las montañas granadinas se libró una guerra que fue, al mismo tiempo, social, religiosa y cultural, y que terminó transformando de manera radical la presencia morisca en la península.

La Rebelión de las Alpujarras. Orígenes del conflicto
La raíz de la rebelión se encontraba en el Reino de Granada, incorporado a la monarquía castellana tras la capitulación de 1492. En el pacto original, los musulmanes vencidos habían conservado la posibilidad de mantener su fe, sus costumbres y sus instituciones. Sin embargo, en las décadas posteriores la presión para su conversión al cristianismo se intensificó, y las promesas iniciales quedaron en entredicho. Las conversiones forzadas, la prohibición de prácticas islámicas y el control eclesiástico provocaron un malestar creciente.
En 1526, Carlos I había decretado que los moriscos debían abandonar sus ropas tradicionales, su lengua y sus baños públicos, considerados espacios sospechosos de herejía. Aunque en ocasiones se ofrecieron prórrogas, el camino hacia la uniformidad religiosa estaba trazado. Con Felipe II, la política se endureció todavía más. En 1567, una pragmática real prohibió de forma tajante el uso del árabe, las costumbres musulmanas y la práctica de rituales que recordasen a su antigua fe. El texto ordenaba incluso que los hijos de moriscos fueran educados en castellano. Para la comunidad afectada, aquello fue visto como un ataque directo a su identidad.
El descontento pronto se convirtió en conspiración. Líderes locales comenzaron a organizar un alzamiento en las sierras de las Alpujarras, un territorio difícil de controlar por su geografía montañosa y la dispersión de las aldeas. Allí, el 24 de diciembre de 1568, estalló la rebelión.
El estallido y la proclamación de Aben Humeya
Aben Humeya intentó organizar un reino independiente en las montañas, con su propia administración y un ejército improvisado. Aprovechando el conocimiento del terreno, los insurgentes emboscaban a las fuerzas reales y se movían con rapidez por los desfiladeros. La violencia fue extrema: se cuentan matanzas de cristianos viejos en aldeas aisladas, mientras que la represión posterior no se quedó atrás.
La monarquía respondió con contundencia. En un principio, las tropas enviadas desde Granada no bastaban para frenar el avance morisco. El propio marqués de Mondéjar, capitán general del Reino de Granada, fue puesto al frente de las operaciones. Durante meses se desarrolló una guerra irregular, con incursiones y asedios a poblaciones en altura.
La intervención de don Juan de Austria
Ante la prolongación de la guerra, Felipe II decidió reforzar el mando militar. En 1569 nombró a su medio hermano, don Juan de Austria, como nuevo comandante. El joven, que más tarde adquiriría fama en Lepanto, debutaba así en la guerra.
Don Juan de Austria reorganizó las tropas, introdujo disciplina y planificó campañas sistemáticas para ir reduciendo las posiciones moriscas. A su lado combatieron veteranos de los Tercios que aportaron experiencia en combate regular. La estrategia consistía en tomar pueblo por pueblo, arrasar las cosechas y deportar a los habitantes para evitar que los rebeldes pudieran reabastecerse.
La resistencia morisca se mantuvo firme gracias al terreno. Los insurgentes utilizaban guerrillas que golpeaban y desaparecían rápidamente. Sin embargo, la falta de unidad entre los líderes y las rivalidades internas debilitaron la causa. El propio Aben Humeya fue asesinado en 1569 por familiares que disputaban su autoridad. Le sucedió Aben Aboo, pero tampoco logró unificar las facciones.
Crueldad y devastación
La guerra adquirió tintes de brutalidad extrema. Crónicas de la época describen pueblos enteros arrasados, ejecuciones masivas y deportaciones forzosas. Los cristianos viejos capturados por los rebeldes eran a menudo ejecutados, mientras que las tropas reales aplicaban castigos ejemplares a las comunidades sospechosas de colaborar.
En 1570, tras años de combates, la rebelión fue finalmente sofocada. Aben Aboo fue traicionado y asesinado por sus propios hombres, y los últimos núcleos de resistencia fueron eliminados. La monarquía procedió entonces a una medida drástica: la dispersión de los moriscos. Decenas de miles fueron trasladados desde Granada hacia otras regiones de Castilla, Aragón y Extremadura. Con ello se buscaba evitar nuevas rebeliones al desarticular las comunidades.

La represión de las Alpujarras dejó un profundo trauma en el Reino de Granada. La población morisca fue desarraigada y sometida a una vigilancia constante. El territorio quedó empobrecido, con campos abandonados y aldeas despobladas. Muchos cristianos viejos ocuparon las tierras vacías, modificando para siempre la composición demográfica.
Para Felipe II, la sofocación de la rebelión fue una demostración de fuerza, pero también una advertencia sobre los riesgos de mantener a una minoría sospechosa dentro de la monarquía. Décadas más tarde, esas tensiones desembocarían en la expulsión general de los moriscos en 1609.
En el plano militar, la campaña sirvió como experiencia a don Juan de Austria, quien poco después alcanzaría su cénit en la batalla de Lepanto en 1571. Para la población morisca, sin embargo, supuso el principio del fin de su presencia reconocible como comunidad en la península ibérica.
Memoria de un levantamiento
Las crónicas contemporáneas ofrecen visiones contrapuestas. Los cronistas reales describieron a los insurgentes como fanáticos rebeldes, mientras que desde el ámbito morisco se recogieron relatos que exaltaban la resistencia frente a la opresión. En ambos casos, la Rebelión de las Alpujarras quedó grabada como un conflicto donde religión, política y cultura se enfrentaron de manera irreversible.
Hoy, aquel episodio recuerda la dificultad de construir una sociedad plural en un tiempo marcado por la intolerancia. La Rebelión de las Alpujarras transformó radicalmente la realidad del Reino de Granada y señaló el camino hacia decisiones aún más drásticas en el siglo siguiente. Sus ecos resuenan como parte de la historia de un imperio que buscaba homogeneidad, incluso a costa del sufrimiento de miles de personas.
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❓ Preguntas frecuentes sobre la Rebelión de las Alpujarras
¿Cuándo comenzó y cuánto duró la rebelión morisca?
La rebelión estalló el 24 de diciembre de 1568 en las Alpujarras granadinas y fue sofocada alrededor de 1570, tras intensos combates y operaciones de represión.
¿Quién fue Aben Humeya y qué papel desempeñó?
Aben Humeya era el nombre adoptado por Hernando de Córdoba y Valor, líder morisco elegido como cabeza del levantamiento. Representaba simbólicamente la continuidad con los antiguos emires granadinos y organizó acciones militares y administrativas en la zona rebelde.
¿Por qué los moriscos se levantaron contra Felipe II?
El levantamiento fue una respuesta a las medidas impuestas por Felipe II, como la prohibición de la lengua árabe, la imposición de costumbres católicas y la restricción de rituales islámicos, consideradas amenazas directas a su identidad religiosa y cultural.
¿Qué papel tuvo don Juan de Austria en la represión de la revuelta?
Felipe II nombró a su medio hermano don Juan de Austria como comandante militar en 1569. Bajo su mando, se reorganizaron las tropas, se planificaron campañas sistemáticas y se aplicaron estrategias de control territorial que terminaron derrotando los focos de resistencia morisca.
¿Cuáles fueron las consecuencias para la población morisca?
Tras la derrota, se llevaron a cabo deportaciones masivas de moriscos desde Granada hacia otras zonas de Castilla, Aragón y Extremadura. Muchas comunidades moriscas fueron desarticuladas, sus tierras reocupadas por cristianos nuevos y la presencia morisca en la península quedó dramáticamente reducida.
