Las tensiones entre liberales, monárquicos y republicanos, entre federalistas y unitarios, convertÃan cualquier proyecto nacional en una tarea titánica. Sin embargo, en medio de este escenario fragmentado, emergió la figura de Giuseppe Garibaldi, un aventurero, estratega y agitador que con uniforme rojo y voluntad férrea se convirtió en el sÃmbolo viviente de una Italia unida.

Una juventud entre océanos y fusiles
En el continente americano no sólo adquirió experiencia militar, sino que también consolidó su fama de combatiente carismático y valiente. Luchó junto a los rebeldes farrapos en Brasil, participó en la defensa de Montevideo contra las fuerzas de Rosas, y organizó una legión de italianos exiliados que actuarÃa como el embrión de sus futuras campañas en Europa. Allà también conoció a Anita, su compañera de armas y sÃmbolo romántico de su causa.
Giuseppe Garibaldi y la unificación italiana. El regreso al Mediterráneo
En 1848, las revoluciones estallaron por toda Europa. Italia no fue la excepción. Garibaldi regresó con la esperanza de contribuir al despertar nacional. Se unió a los insurrectos en LombardÃa y después participó activamente en la defensa de la efÃmera República Romana en 1849, una entidad surgida tras la huida del papa PÃo IX. Durante meses, Roma fue defendida por una milicia improvisada, pero en julio los franceses restauraron el poder papal. Garibaldi emprendió entonces una retirada épica hacia el norte, perseguido por tropas austrÃacas, francesas, napolitanas y españolas. Fue durante esa huida cuando Anita, embarazada y enferma, murió en los pantanos de Comacchio.
El fracaso no lo disuadió. Tras un nuevo exilio, esta vez en Estados Unidos, regresó a Italia en 1854, dispuesto a colaborar con el Reino de Piamonte-Cerdeña, que bajo el liderazgo de VÃctor Manuel II y el primer ministro Cavour, iniciaba una polÃtica pragmática para lograr la unificación. Aunque republicano convencido, Garibaldi entendió que las aspiraciones comunes podÃan requerir concesiones ideológicas. En 1859, durante la segunda guerra de independencia contra Austria, lideró una unidad irregular —los Cazadores de los Alpes— que obtuvo varias victorias en el norte. Pero su gran hazaña aún estaba por llegar.
La expedición de los Mil
En 1860, estalló una revuelta en Sicilia contra el régimen borbónico. Aunque el gobierno piamontés no respaldaba una acción abierta en el sur, Garibaldi decidió actuar por su cuenta. Desde Génova zarpó con poco más de mil voluntarios, muchos de ellos jóvenes sin experiencia militar. Vestidos con sus caracterÃsticas camisas rojas, desembarcaron en Marsala en mayo y comenzaron una campaña relámpago. Pese a la inferioridad numérica, sus tropas derrotaron sucesivamente al ejército napolitano gracias a su audacia, al apoyo popular y al uso eficaz del terreno.
Conforme avanzaba hacia Palermo y luego a través de Calabria, se multiplicaban los apoyos locales y las deserciones enemigas. El 7 de septiembre, Garibaldi entraba triunfalmente en Nápoles, la mayor ciudad del sur de Italia, sin disparar un solo tiro. HabÃa conquistado un reino con apenas un millar de hombres. En una muestra de disciplina polÃtica, cedió el poder al rey VÃctor Manuel II, encontrándose con él en Teano en octubre de 1860. Ese gesto, que marcó la renuncia de Garibaldi a instaurar una república en favor de la monarquÃa constitucional, fue decisivo para consolidar la unidad nacional.
Entre la espada y el trono
Tras la incorporación del sur al Reino de Piamonte-Cerdeña y la proclamación del Reino de Italia en 1861, no todos los problemas quedaron resueltos. Garibaldi, aunque convertido en héroe popular, chocaba una y otra vez con las autoridades monárquicas. En 1862 intentó conquistar Roma, aún bajo soberanÃa papal protegida por tropas francesas, pero fue detenido por el propio ejército italiano en Aspromonte. Herido y arrestado, se retiró temporalmente de la polÃtica.
No obstante, nunca abandonó sus ideales. En 1867 repitió el intento de liberar Roma, pero fue derrotado en Mentana por una fuerza franco-pontificia. Su última gran contribución militar se dio en 1870, cuando, al estallar la guerra franco-prusiana, ofreció sus servicios a la República Francesa. Al frente de tropas voluntarias italianas, combatió contra los prusianos, demostrando su incansable voluntad de lucha por la libertad, incluso fuera de su patria.
Héroe sin corona
Garibaldi pasó sus últimos años en la isla de Caprera, donde escribió memorias y defendió causas progresistas, como la abolición de la pena de muerte, el sufragio universal y los derechos de las mujeres. Aunque mantuvo siempre una relación ambivalente con la monarquÃa italiana, su figura fue ampliamente celebrada por el nuevo Estado. Monumentos, calles y libros de texto lo convirtieron en el sÃmbolo del patriotismo italiano.
A diferencia de otros protagonistas del proceso de unificación, su fama trascendió fronteras. Fue admirado por revolucionarios latinoamericanos, liberales británicos, republicanos franceses y nacionalistas alemanes. Su imagen, con barba y poncho, su caballo blanco y su camisa roja, se convirtió en icono global de la lucha por la autodeterminación.
Murió en 1882 a los 74 años. Su funeral fue multitudinario. Pese a sus diferencias con los dirigentes italianos, fue enterrado con honores como padre de la patria. Su influencia, sin embargo, no residió únicamente en sus hazañas militares, sino en su capacidad para inspirar a las masas, para conectar la causa nacional con la justicia social, y para demostrar que la voluntad de un solo hombre puede alterar el curso de una nación.

La unidad en manos de los valientes
Aunque Garibaldi no fue el único artÃfice de la unificación, su papel fue singular. Mientras Cavour diseñaba la estrategia diplomática y VÃctor Manuel II prestaba la estructura institucional, Garibaldi puso el cuerpo y la mÃstica. Ningún otro lÃder reunió tanto fervor popular ni despertó tanta pasión internacional.
Su figura encarnó una Italia distinta a la de los salones aristocráticos y los acuerdos de gabinete. Representó a los campesinos, a los exiliados, a los obreros, a los soñadores. Mientras otros hablaban de equilibrio europeo, él hablaba de libertad. Mientras otros negociaban tratados, él cruzaba rÃos y montañas.
La unificación italiana fue un proceso largo y lleno de contradicciones. La incorporación de regiones como el Véneto (1866) y Roma (1870) cerró formalmente el mapa polÃtico, pero dejó abiertas muchas fracturas sociales. El sur, en particular, se sintió relegado y empobrecido. Sin embargo, sin la campaña de los Mil, ese sur quizás nunca habrÃa sido parte del nuevo Estado.
Garibaldi, pese a sus desencuentros con los poderes formales, supo comprender que el ideal de unidad exigÃa sacrificios. Renunció a su visión republicana en favor de un proyecto compartido. Aceptó que la construcción de Italia no podÃa depender de una sola corriente ideológica, sino de la convergencia de muchas.
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