Enrique IV de Castilla
Los primeros actos del soberano presagiaron un mejor futuro para Castilla. Firmó las paces con Aragón y Navarra y renovó la amistad con Francia. Reanudó la guerra contra los moros de Granada, por cuyas tierras pasó en 1456, talando su vega. En los dos años siguientes hubo nuevas incursiones que dieron escasos frutos, tomando algunas villas. Hasta los Reyes Católicos, no se volvió a pensar en guerra alguna contra los musulmanes.
Ante el partido, cada vez más numeroso, que se iba formando en torno a sus hermanastros, Isabel y Alfonso, el marqués de Villena le aconsejó que contrajese nuevo matrimonio para procurar un heredero a la Corona. El 21 de mayo de 1455, Enrique IV se casó con Juana de Avis y Aragón, infanta de Portugal y hermana de Alfonso V de Portugal. Ésta, con 16 años y conocida por su belleza, vio pasar su noche de bodas “tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió por todos”. Ni en esta boda, ni en la anterior hubo sábana pregonera[3] alguna. El rey, según sus contemporáneos, andaba rodeado de algunos de sus más favoritos de cámara y no de los más afamados. Las damas portuguesas que acompañaron a Juana crearon en la Corte un ambiente de frivolidad, locura y devaneo. Destacaba entre ellas Guiomar de Castro, bella y revoltosa. Por vez primera, dio Enrique IV muestras de sentirse atraído por el sexo contrario, encaprichándose de esta dama, a la que para evitar las escenas de celos que le hacía la reina, le puso casa y criados no muy lejos de la Corte.
Entre los pajes que estaban al servicio de Enrique IV, destacaba el ubetense Beltrán de la Cueva, que gracias a su buena presencia, fue ganando influencia y posición. Beltrán de la Cueva llegaría a ser Mayordomo Mayor, conde de Ledesma, duque de Alburquerque y gran maestre de Santiago, y demostraba “tanto amor al rey que parecía devoción, tanta devoción a la reina que parecía amor”. En 1462, siete años después de su matrimonio, Juana de Portugal alumbraba en Madrid una hija, a quien se le impuso el nombre de Juana y que pronto sería conocida por la Beltraneja, al atribuirse su paternidad al citado Beltrán de la Cueva. Los escándalos de esta Corte disoluta iban a tener muy pronto consecuencias políticas muy graves: una guerra civil.
Los nobles castellanos, más atentos a sus propios negocios que al bien del reino, frustraron la posibilidad de que Enrique IV fuera reconocido rey de Navarra y de Cataluña, cuando le fueron ofrecidos las coronas de estos reinos. Una vez más, Enrique IV se había dejado engañar por el marqués de Villena. Como consecuencia, el rey le destituyó y puso en su lugar a Beltrán de la Cueva. Pronto se formó un partido enemigo del nuevo valido, dirigido por el marqués de Villena, que trató de impedir, sin conseguirlo, que Juana fuera declarada heredera del reino de Castilla. Ante las presiones, el rey se rebajó a mantener entrevistas en Cigales y Cabezón de Pisuerga (Valladolid), con el de Villena. En ellas, el débil monarca se avino a que su hermanastro Alfonso fuera reconocido heredero del reino a condición de que se casara con su hija Juana. Alfonso quedaba así bajo la custodia del marqués de Villena, verdadero ganador de estas intrigas.
Enrique IV, sometido a la presión de su esposa y de Beltrán de la Cueva, al comprobar que su honor quedaba en entredicho, anuló lo hecho y volvió a nombrar a la Beltraneja heredera del trono. Entonces, los nobles partidarios de Alfonso arreciaron en sus argumentos sobre la bastardía de la Beltraneja promoviendo la farsa de Ávila. Sobre un gran tablado visible desde gran distancia, los conjurados colocaron una estatua de madera que representaba al rey vestido de luto y ataviado con la corona, el bastón y la espada reales. En la ceremonia estaban presentes Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, el marqués de Villena, el conde de Plasencia, el conde de Benavente y otros caballeros de menos estatus, además de un público compuesto por personas del pueblo llano. También se encontraba allí el infante Alfonso, que por entonces todavía no llegaba a los once años de edad. Se celebró una misa y, una vez terminada, los rebeldes subieron al tablado y leyeron una declaración con todos los agravios de los que acusaban a Enrique IV. Según ellos, el rey mostraba simpatía por los musulmanes, era homosexual, tenía un carácter pacífico y, la acusación más grave, no era el verdadero padre de la princesa Juana, a la que por tanto negaban el derecho a heredar el trono. Tras el discurso, el arzobispo de Toledo le quitó a la efigie la corona, símbolo de la dignidad real. Luego el conde de Plasencia le quitó la espada, símbolo de la administración de justicia, y el conde de Benavente le quitó el bastón, símbolo del gobierno. Por último, Diego López de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia, derribó la estatua gritando “¡A tierra, puto!”. Seguidamente subieron al infante Alfonso al tablado, lo proclamaron rey al grito de “¡Castilla, por el rey don Alfonso!” y procedieron a la ceremonia del besamanos. Esto ocurrió en 1465.
El marqués de Villena, llevado por su odio a Beltrán de la Cueva, prometió a Enrique IV que todos los rebeldes depondrían sus armas si nombraba a Isabel heredera del trono. El 19 de septiembre de 1468, Enrique IV se entrevistó con Isabel. Por el Tratado de los Toros de Guisando (Ávila), el soberano reconocía a Isabel como heredera y sucesora del reino, comprometiéndose a no casarla contra su voluntad, aunque Isabel tampoco podía casarse sin el consentimiento del monarca. Además, Enrique IV se obligaba a que su esposa, Juana de Portugal, no regresara a la Corte.
Enrique IV entregó la custodia de su esposa al arzobispo de Sevilla, que la llevó al castillo de Alaejos (Valladolid), en 1468, donde el prelado tuvo la desfachatez de galantearla. Juana de Portugal se enamoró de Pedro de Castilla y Fonseca, el Mozo, hijo del alcaide del castillo y bisnieto de Pedro I el Cruel[4]. De estos amores nacieron dos hijos, Pedro y Andrés. Juana se fugó del castillo con su amante acabando sus días en el convento de San Francisco de Madrid, a los 36 años, pocos meses después del fallecimiento de Enrique IV.
Isabel rechazó con absoluta firmeza el matrimonio con su tío Alfonso V de Portugal, alegando mucha diferencia de edad. Por su parte, la Beltraneja fue utilizada como representante de un grupo de insatisfechos políticos que defendían su candidatura. Mientras tanto, las conversaciones secretas para casar a Isabel con Fernando – los futuros Reyes Católicos -, hijo de Juan II de Aragón, proseguían a buen ritmo. Muy avanzado el año 1469, Fernando, disfrazado de arriero al servicio de cuatro caballeros aragoneses, llegaba a Dueñas (Palencia), donde le esperaba Isabel. Pero había una dificultad para llevar a cabo el enlace: obtener la dispensa papal de consanguinidad. Juana Enríquez, de ascendencia judía – mujer de fuerte carácter y ambiciosa – reina de Aragón y madre de Fernando, era hija del Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez de Mendoza, y por tanto descendiente de la Casa de Trastámara y emparentada con Isabel. El arzobispo de Toledo, Carrillo, mostró a la novia una bula con la dispensa papal, que posteriormente se demostraría era falsa, aunque el Papa Sixto IV no tuvo inconveniente en dar su consentimiento. Cuando Enrique IV tuvo noticias del matrimonio secreto, que la propia Isabel le había desvelado mediante una carta, revocó el Tratado de los Toros de Guisando, volvió a reconocer la legitimidad de Juana nombrándola heredera al trono, lo que dio nuevas alas a los partidarios de la Beltraneja.
Los partidos de Isabel iban aumentando. Quizá por esto, en diciembre de 1473, Enrique IV tuvo una entrevista con su hermanastra Isabel en Segovia; en ella, una vez más, se desdijo de sus anteriores afirmaciones comprometiéndose a reunir Cortes para que la reconocieran como sucesora del reino. Poco tiempo después falleció el intrigante Juan Pacheco, marqués de Villena.
El 11 de diciembre de 1474, en extrañas circunstancias, se sospechó de un envenenamiento del que fallecería Enrique IV. En su flaco rostro se reflejaron extrañas y violentas contracciones y muecas. Su cuerpo era una sombra del que fue; frecuentes vómitos de sangre le dejaron sin fuerzas; demacrado, esquelético, muy pálido, encerrándose en un silencio obstinado; su mirada vagaba en busca de un rostro amigo, pero no había ninguno: solo los médicos y algunos escasos cortesanos. A las preguntas que se le hacían sobre si había de ser Juana o Isabel su heredera, no contestó. Despectivamente, volvió el rostro hacia la pared, deseando no ver a nadie. Muy entrada la noche, un último temblor recorrió su cuerpo; el monarca expiró. Con él se extinguía la línea masculina de los Trastámara.
Enrique IV dejó sin resolver el problema sucesorio. La guerra civil, entre los partidarios de la Beltraneja y de Isabel, la ganaría ésta última. Gracias a esta victoria, la formación de la España que ahora conocemos, dio su primer paso.
Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es
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Mecenas
Agradecemos la donación de nuestro lector José Luis Jordá Salinas su mecenazgo desinteresado ha contribuido a que un Historiador vea publicado éste Artículo Histórico.
Bibliografía:
RÍOS MAZCARELLE, Manuel. Diccionario de los Reyes de España.
LOZOYA, Marqués de. Historia de España.
Alfredo Casas Merino
04/12/2019 @ 14:21
El artículo, en sus inicios, nombra que: “……la posibilidad de que Enrique IV fuera reconocido rey de Navarra y de Cataluña, cuando le fueron ofrecidos las coronas de estos reinos.”
Se entiende que el reconocimiento sería como rey de Navarra y de Aragón, ya que por entonces se trataba del Reino de Aragón o la Corona de Aragón.
Hecha esta precisión, se solicita del articulista la corrección.