Delhi imperial: sultanes, mogoles y la joya del Raj británico. La ciudad de los siete rostros
El primer gran giro llegó con la invasión de Muhammad de Ghor a finales del siglo XII, cuyo general Qutb-ud-din Aibak fundó el Sultanato de Delhi en 1206. Aunque el verdadero fundador fue Iltutmish, su yerno, que consolidó la dinastía y comenzó a construir el minarete Qutb Minar, símbolo todavía visible del inicio del dominio islámico.
Durante siglos, diferentes dinastías se sucedieron: los mamelucos, los jaljís, los tugluq, los sayyid y los lodis. Con sus avances y retrocesos, guerras intestinas y construcciones urbanas, todos marcaron con intensidad un espacio urbano que ya entonces competía con las grandes ciudades de Asia. El Sultanato convirtió Delhi en una metrópolis donde convergían la erudición, el comercio y la religión. Monumentos como la madrasa de Firoz Shah o las mezquitas del siglo XIV son testimonio de esa vitalidad.
Pero el Sultanato no sobrevivió al empuje de una nueva fuerza procedente del norte: los mogoles.
Los grandes mogoles: esplendor, rebelión y decadencia
Cuando Babur, descendiente de Tamerlán y Gengis Kan, venció a Ibrahim Lodi en la batalla de Panipat en 1526, inició una de las etapas más brillantes de la historia india. Los mogoles no solo impusieron un nuevo dominio político, sino que también establecieron un modelo cultural que perduró siglos. Bajo el reinado de Akbar, Jahangir, Shah Jahan y Aurangzeb, Delhi fue engrandecida con palacios, mezquitas, jardines y fortalezas.
El emperador Shah Jahan trasladó la capital de Agra a Delhi en 1638 y fundó Shahjahanabad, el núcleo de lo que hoy es el Viejo Delhi. La ciudad fue diseñada como un compendio de sofisticación: calles rectas, mercados cubiertos, canales para refrescar el aire y monumentos fastuosos. El Fuerte Rojo y la mezquita Jama Masjid son las dos obras más representativas de esta etapa. En su apogeo, la corte mogola era sinónimo de refinamiento, poesía persa, miniaturas exquisitas y un poderío militar que se extendía hasta las fronteras del sur de la India.
Sin embargo, la estabilidad fue efímera. La presión fiscal, las revueltas religiosas y las ambiciones imperiales arrastraron al imperio hacia un prolongado declive. En 1739, el saqueo de Delhi por parte de Nader Shah, el sha de Persia, significó un punto de inflexión brutal: el trono del Pavo Real y toneladas de joyas fueron llevados a Teherán, y la ciudad quedó devastada. La pérdida de autoridad mogola permitió que surgieran potencias regionales, como los marathas o los sijs, mientras que la Compañía Británica de las Indias Orientales consolidaba su control sobre vastas regiones.
El Raj británico: planificación, control y monumentalidad
En 1803, las tropas británicas entraron en Delhi, aunque mantuvieron al emperador mogol Bahadur Shah II como una figura simbólica. La tensión estalló en 1857, cuando los cipayos se sublevaron contra los oficiales británicos. La llamada Primera Guerra de Independencia, o motín de los cipayos, tuvo uno de sus episodios más sangrientos en Delhi. Durante semanas, los rebeldes resistieron en el Fuerte Rojo, y finalmente fueron derrotados por las fuerzas británicas que retomaron la ciudad a sangre y fuego.
La represión fue durísima, y Bahadur Shah II fue enviado al exilio en Birmania. El Imperio mogol fue formalmente abolido, y Delhi pasó a integrarse de manera directa en el dominio de la Corona británica. En 1911, el rey Jorge V anunció que la capital de la India se trasladaría de Calcuta a Delhi. Para ello se construyó una nueva ciudad al sur de la vieja, diseñada por los arquitectos Edwin Lutyens y Herbert Baker: New Delhi.
Esta ciudad fue concebida como una expresión del poder imperial británico. El Rashtrapati Bhavan (antigua residencia del virrey), el Parlamento, la Puerta de la India y amplias avenidas proyectadas con simetría geométrica encarnan una planificación pensada para impresionar y ordenar. Aunque claramente inspirada en cánones occidentales, New Delhi también absorbió elementos de la arquitectura mogola y hinduista, en un intento de generar una identidad imperial híbrida.
El pasado que no desaparece
Hoy, caminar por Delhi es atravesar épocas. El visitante puede admirar los arcos del Qutb Minar, perderse entre los patios del Fuerte Rojo o seguir el eje central de Rajpath en dirección a la Puerta de la India. Las piedras que componen estos lugares no solo reflejan un estilo artístico o una técnica constructiva: encarnan sistemas políticos, cambios sociales y resistencias culturales.
La coexistencia de mezquitas centenarias, templos hindúes contemporáneos y avenidas de la época colonial resume bien la trayectoria de Delhi. La ciudad fue conquistada y reconquistada, y cada ciclo dejó marcas visibles. Fue un centro religioso, una capital imperial, una ciudad masacrada y renacida. A diferencia de otras metrópolis que crecieron de forma continua, Delhi fue intermitente: cada dinastía fundaba su propia ciudad dentro de la anterior.
Esa superposición la convierte hoy en un museo vivo, pero también en un espacio donde se siguen disputando los sentidos del poder. La independencia de India en 1947 y el posterior crecimiento demográfico han añadido nuevas capas de historia, pero no han borrado las anteriores. La nostalgia mogola, la memoria del Raj británico y los santuarios de los antiguos sultanes conviven en un entorno que sigue siendo políticamente vital.
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